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Tantas Desdemonas hoy

Desdemona se atreve a contradecir a un patriarca y sigue a Otello en sus aventuras y triunfos bélicos.

Tantas Desdemonas hoy

Los textos sobre los que hemos reflexionado en profundidad, también los que conocemos de oídas, van depositándose en nuestra memoria para convertirse en cultura. Nuestra corteza cerebral es una superficie en la que se inscriben melodías, formas y caracteres escritos con caligrafía inglesa o letra de palo. Imágenes, imborrables o difuminadas, de cuerpos estáticos o cuerpos en éxtasis. Nuestra corteza cerebral es campo de cultivo y sus frutos a veces reflejan con cierta exactitud una intención artística, aunque en otras ocasiones son maravillosas deformaciones, históricas, personales, de un referente que, a su vez, hace referencia a otra cosa. Con los documentos, no ya de la cultura más popular –Diosa sabrá lo que es eso–, sino de la cultura más popularizada o publicitada o universal –y Diosa volverá a saber qué es eso–, a menudo el proceso de apropiación, lo que creemos que sabemos sin género de dudas, se transforma en algo distinto, fosilizado, cristalizado, conservado en el formol de nuestros deseos y nuestra necesidad… Violetta, Lucia, Aida, Desdemona, pero también las mujeres fatales, los estereotipos de algunas protagonistas femeninas y las mujeres de carne y hueso –Marilyn Monroe, Carmen Martín Gaite o Simone de Beauvoir–, como iconos que forman parte de un imaginario, son el resultado de una infinita mise en abyme referencial y, simultáneamente, sustancia de nuestro metabolismo tangible. La conciencia de lo que creo saber sobre Desdemona forma parte de mí, pero también es una deformación. Desde ese lugar –intuido, conocido, recreado– me aproximo al libreto de Arrigo Boito para esta ópera verdiana. Una ópera en la que, como dijo Bernard Shaw –y mi fuente no es otra que la funda de un CD–: «No es tanto que el Otello de Verdi sea una ópera italiana escrita a la manera de Shakespeare, es que el Othello de Shakespeare está escrito a la manera italiana». A partir de ese enfoque intertextual en el que arte, música y literatura logran que los aspectos locales trasciendan el tiempo y las geografías para formar parte de nuestros huertos, no ya urbanos, sino craneanos, escribo estas líneas sobre Desdemona, un nombre que en griego significa «desdichada».

 

Muerta en potencia

Me dicen que el estereotipo de una Desdemona dulce, incluso dulzona, adquiere temperamento según quien la interprete. Además, existe la intención, dentro de los códigos del lenguaje operístico, de que la voz de la esposa sea oída, y conceda sentido al fraseo musical y a esa masa polifónica, pública y colectiva, que a veces coloniza las óperas verdianas. Creo que esa decisión, correspondiente al ámbito de los códigos estéticos de la música, construye un sentimiento de respeto hacia el personaje. Sin embargo, ese respeto se basa en unos valores –obediencia, lealtad, paciencia, bondad, pureza, abnegación, sentido del sacrificio, belleza…– con los que lamentablemente aún hoy podrían identificarse muchas mujeres a punto de morir. Las muertas ya no pueden identificarse con nada. Desdemona es una buena persona porque es buena como mujer: cumple con el papel asignado por las miradas masculinas que la construyen respetuosamente y la admiran y le dan voz. Con las miradas que hacen de ella una muerta en potencia que se perpetúa y se perpetúa y se perpetúa hasta nuestros días. Los valores que adornan y definen a Desdemona no se han quedado obsoletos y esa mancha es temible. Porque nosotras ya no queramos ser buenas de esa forma y nos arranquemos la mancha y el traje a tirones para mostrar otra desnudez.

 

Piedad

Me consta que, en el ejercicio de decantación melodramática que lleva a cabo Arrigo Boito en su libreto, perdemos el arranque veneciano de la tragedia de Shakespeare; en ese comienzo, invisible en la ópera, Desdemona es la mujer que se atreve a enfrentarse con su padre para contraer matrimonio con un hombre oscuro, moro, de piel negra, y que ha escapado de su propia esclavitud, frente a la blancura rubicunda y de buena cuna de su joven esposa. Desdemona se atreve a contradecir a un patriarca y sigue a Otello en sus aventuras y triunfos bélicos. Recala en Chipre donde comienza esta ópera en la que una mujer ama a un hombre por sus dimensiones épicas, pero también por un reverso sentimental no siempre brillante: «Yo te amaba por tus desventuras y tú me amabas por mi piedad», canta Desdemona. Otello, caudillo en tensión, es escuchado por la oreja caracola de una esposa que es remanso de paz, descanso del guerrero, seno que se apiada de los dolores que no se pueden expresar públicamente. Desdemona cuida, admira, perdona. Se apiada. Y esa piedad, como signo de amor, sumada a la trama de engaño urdida por Jago, es la que acabará con su vida: Otello no soporta que Desdemona se apiade de alguien que no sea él mismo y suplique por la rehabilitación, en el escalafón militar, de un degradado Cassio.

 

Nacer para el amor: ofrecer el cuello

Desdemona es una víctima perfecta frente a esas mujeres actuales que en su desapego a la idea de víctima desdramatizan incluso los momentos en que han sido violentadas y violadas: pienso en el espejismo de fortaleza de Elle de Paul Verhoeven. La negación de la realidad como reivindicación del propio poder me parece falsaria e impostada. Es un empoderamiento retórico vacío de contenido real. Una voluta. Desde una mentalidad contemporánea, nos preguntamos si Desdemona tiene alguna responsabilidad en su destino. Porque ella teme, percibe la ira de su esposo: «Soy tu muchacha, / humilde y sumisa; / pero tus labios suspiran, / tienes la mirada fija en el suelo. / ¡Mírame a la cara y mira / cómo habla el amor! / Ven, que yo te alegre tu corazón». Una Desdemona sumisa se dirige a su esposo en un insinuante imperativo que queda rebajado a mera retórica, porque el poder de esta mujer es humo, frente a la palabra solidificada y animalizada en lagartija o verme que se cuela por el agujero del oído hasta trepanar el cerebro de un hombre que se deja seducir por el mal. Pero Desdemona, desafortunadamente para su destino, es la antípoda de Lady Macbeth. La antípoda de la víbora y la picadura venenosa. Más tarde, sufre la violencia creciente de Otello en forma de ira, desconfianza, ironía, maltrato público: «al suelo, en el fango, condenada, yazgo…». Pero ¿tiene alguna capacidad de decisión, puede llevar a cabo algún movimiento que la salve de una belleza que despierta sentimientos amorosos posesivos, en los que la adoración se relaciona con el borrado y la vampirización de la amada, con el derecho de poder disponer de su vida y respirarla, quedársela dentro, mientras una mano la estrangula?, ¿puede Desdemona escapar de una concepción amorosa en la que el objeto del deseo siempre está en peligro porque es algo con lo que se puede comerciar, conspirar, sin atender a la condición humana, deseante, activa de una mujer?

Los chipriotas reciben a un Otello victorioso cantando a la alegría y al amor como fuego que brilla y que se extingue. Las pasiones intensas son veloces y pronto se apagan. Se consumen en sí mismas. El hombre es el fuego y la mujer la yesca que arderá. Es una cuestión de desventaja, vulnerabilidad, fuerza y costumbre, de la que ni aquí ni ahora hemos podido escaparnos. Desdemona, frente a Emilia, la mujer de Jago que grita «¡Soy tu mujer, no tu esclava!», confiesa en la «Canción del sauce» que ella ha nacido para amar, «Yo para amarle y para morir». Frente a una Emilia que desprecia a Jago, Desdemona no es Desdemona, sino «La fiel esposa de Otello»; esposa, costilla, vive y muere de verdadero amor. En el acto tercero Desdemona llora «las primeras lágrimas» y ya no hay vuelta atrás… La contemplamos desde una palabra inexistente hasta hace poco tiempo –feminicidio– y nos preguntamos: ¿es Desdemona una mujer amada?, ¿fueron amadas las mujeres asesinadas con nombres y apellidos en lo que va de año?

 

Jago es la mujer serpiente

Desdemona tiene voz –y ¡qué voz!– en esta ópera, compuesta por un Verdi anciano, capaz de transfigurarse observando cierta fidelidad a algunas de las maravillosas costumbres sonoras de la ópera italiana. Sin embargo, en distintos momentos, ella solo es un tema de conversación. Una pieza estratégica para la voladura programada con la que Jago pretende destruir a Otello y reivindicarse. Porque esta obra también nos cuenta hasta qué punto se entrelazan lo íntimo y lo público en la política. En especial en la política conspirativa. En ese marco, Desdemona es cuerpo: capital erótico que no gestiona ella y que la retrata en una doble faceta de ser influyente –comparte el lecho con el caudillo– y simultáneamente susceptible de ser pasto del gusano y la putrefacción a las que condena el sexo pecaminoso. Desdemona es el punto débil de Otello y se la manipula desde arriba, se la observa desde uno de esos escondites donde se ve lo que se teme o lo que te fuerzan a ver. Shakespeare utiliza estos trampantojos que evocan la falibilidad de las palabras, del punto de vista, del borrón del lenguaje respecto a la realidad. Las narraciones –verdaderas o mentirosas, fieles al original o desleídas en los espejos del callejón del gato– sirven para conservar o destruir las vidas: frente a Sherezade, el relato falso en el que Jago cuenta el sueño de Cassio. Cassio, según Jago, sueña y nombra con dulzura a Desdemona. El sueño dentro de la narración muta en aguijón que inducirá al asesinato a Otello… La bruma se convierte en mano homicida. Jago habla, como serpiente turbadora, como subrepticia Lady Macbeth –no por casualidad esta tragedia de Shakespeare también había sido adaptada por Verdi–, Jago habla desde ese segundo plano manipulador y abyecto –la señora Danvers junto a la orejita de una inocente segunda señora de Winter– que una tradición patriarcal reserva para quintaesenciar y definir la condición femenina. Jago se feminiza en su maldad y en su ambición de femme fatale cuando susurra al oído del crédulo moro. La credulidad se fundamenta en sus complejos, en su visión del amor desgarrador, en la sospecha de que un hombre como él –un hombre de mérito, no de rancio abolengo y ahí reside el desequilibrio en la relación de poder amoroso que establece con Desdemona: blanca, veneciana, pura denominación de origen y de clase– no merece vivir la felicidad que realmente vive. La debilidad de un hombre que debería ser por mandato social un coloso, un héroe, lo conduce al asesinato y, luego, al suicidio. ¿No les suena todo estremecedoramente familiar, distópico, poscontemporáneo?

 

La transubstanciación del cuerpo de Desdemona

Verdi dice que Desdemona no es una mujer, «es un conjunto de virtudes», y recordamos que la decantación quintaesenciada de la feminidad puede ser muy peligrosa. Los marineros, en el segundo acto, quieren «adorar a Desdemona como una imagen sagrada». Iconos, fetiches de hermosura en los que la hermosura es el espejo del alma, porcelanas finísimas son cosas que rompen. Juguetes rotos que es más fácil resquebrajar cuando son excelentemente armónicos y delicados: cualquier grieta destruye el ideal de perfección. La perfección es lo primero que deja de ser perfecto. Igual que la santidad o la maldad absoluta. Se produce la transubstanciación del cuerpo de Desdemona: de estatua a mujer pecaminosa. De muerta en vida a viva muerta. Porque Desdemona no quiere morir. Pero da lo mismo. Ya no vale nada. Su cuerpo ya no responde al ideal del ojo que la objetualiza. Y ya sabemos por E. T. A. Hoffmann, Freud y Bataille que un ojo no es un ojo solamente. Es muchísimo más que un ojo. Es un instrumento de placer y de tortura. Un juguete onanista y lo que te saca fuera de tu ser. Lo que convierte al otro en una caja de Amazon o en la Dolorosa de un paso procesional. Para el ojo de Otello, ahora Desdemona es desilusión y herida. Despierta su rencor y su furia. Le hace consciente de unas miserias y una pequeñez que él hubiera querido olvidar.

 

Otello como novela negrocriminal

Desdemona es observada desde fuera y desde arriba. En sentido figurado. Sus gestos son malinterpretados por la debilidad de su esposo y los intereses de Jago que urden una conspiración en la que un pañuelo adquiere una inusitada trascendencia: el pañuelo vincula el amor con el pensamiento mágico porque está tejido con el hilo de los hechiceros y, a la vez, se constituye en prueba física, testimonio «policial» de la infidelidad. De nuevo, asistimos a una vertiginosa transubstanciación: el objeto que forma parte de la liturgia del amor abandona las esferas celestiales para quedar reducido a misa negra o sucio episodio criminal. Hoy Otello puede que no fuese ni tragedia ni ópera, sino crónica de sucesos, materia de una novela negrocriminal. Desdemona, en el acto segundo, aún es una mujer complacida en el amor de Otello. En su lecho de muerte confiesa: «Mi único pecado es el amor». Una mujer para la que solo el amor es suficiente y será víctima de un malsano juego de apariencias. Porque esta historia también reflexiona sobre las cosas que no son lo que parecen: Jago es un hombre perverso que finge bondad, Otello es un hombre débil de moralidad, integridad y valor aparentemente hercúleos. O quizá sea verdaderamente un monstruo y su apariencia, el deber ser de su masculinidad, se lo haya tragado. Porque Otello mata. La rubia Desdemona quiere que Otello descubra el amor en su rostro, pero él no puede verlo porque se lo impiden sus inseguridades. Puede que Otello y Desdemona sean víctimas, pero, como ocurre siempre, una es más inocente que otra. Cuando Desdemona es por fin observada en el interior del dormitorio, justo antes de morir, pronto se transforma en hermoso cadáver, estatua blanca, con la que Otello protagonizará un segundo de devoción necrófila antes del suicidio. Lo que nos faltaba.

 

Estrangulamiento

«La bruma se convierte en mano homicida», he escrito más arriba, y esta otra transubstanciación bestial se alza ante nuestros ojos en toda su monstruosa dimensión cuando Otello pide un veneno para matar a Desdemona y Jago responde: «es mejor ahogarla, ahí, en su lecho, ahí donde ha pecado». La sacralidad, la blancura, la pureza rubia de Desdemona, su condición de icono religioso, se degradan, se pudren en carne, se devalúan, se rebajan en corruptibilidad y muerte ante una transgresión sexual que, además, es mentira. Nos preguntamos si el tratamiento estético de Desdemona, si la respetuosa mirada que sobre ella proyectan Shakespeare, Boito o Verdi, sería tan compasiva si de verdad Desdemona hubiera retozado con Cassio. Ni entonces ni ahora hemos superado ese escollo. La inmerecida muerte de una Desdemona mártir o de una gozosa Desdemona infractora, la carne contra la carne en una lucha erótico-tanática, se integran en el imaginario más triste del deseo. Estrangulamiento. Muerte sexo. Muerte impotencia. Mujer cuerpo que merece morir por sus culpas originales y adquiridas, por sus debilidades morales, bajo la presión física del otro. Del que, de repente, se ha sentido débil o fláccido y no lo ha podido soportar.