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Verdi se llegó a plantear la opción de titular a su ópera Jago, pues es en el villano, el envenenador de la confianza del inseguro Otello, en quien recae la mayor parte del peso dramático de la ópera. Jago es el motor de la acción: tiene un plan y lo pone en marcha, aunque sea a costa de la vida de los demás. Sin embargo, la producción original de la Bayerische Staatsoper que presentaremos en el Liceu plantea un enfoque distinto en cuanto al protagonismo que recae en cada uno de los personajes principales del triángulo formado por Otello, Desdemona y Jago. Lo habitual es que, si no es Jago quien recibe toda la atención, sea Otello quien la asuma –no en vano da nombre de la ópera. Pero pocas veces nos fijamos en la víctima, en Desdemona, en quien pone el foco la directora escénica, Amélie Niermeyer.

Niermeyer cree que la amada de Otello es la verdadera heroína de la obra y, por tanto, en su propuesta la sitúa como el verdadero eje de la acción. De hecho, los cuatro actos de la ópera discurren en el entorno cerrado y opresivo de su habitación, e incluso la famosa llegada de Otello –«Esultate!»– al comienzo del primer cuadro no se produce ante el pueblo de Venecia, tras salvarse de la tormenta en la que casi naufraga su nave, sino abriendo las puertas ante su amada, en el mismo palacio donde han conocido su amor.

Para Desdemona ese amor es inquebrantable, fiel y para siempre. Desde el primer momento de la producción ella sufre por Otello, reza por su vida y brilla de emoción cuando comprueba su llegada sano y salvo a casa. El vestuario de la producción establece un código fácilmente identificable: Desdemona viste de blanco y está siempre rodeada de luz –con un efecto casi divino, balsámico; es una metáfora del bien; solo lleva ropas oscuras cuando interfiere con Jago–, pero cuando desaparece de escena, el salón y el dormitorio aparecen siempre envueltos en sombras. Esa oscuridad revela el conflicto central, expresado entre la certeza y la duda, entre la convicción de Desdemona de que su relación amorosa tiene futuro y el tormento que sufre Otello por los celos. Y aunque la producción se nutre de interesantes efectos especiales y de un velo onírico –a veces la acción se separa en dos planos, uno iluminado y otro oscuro–, en su esencia todo queda reducido a un intenso drama psicológico que plantea la lucha entre dos formas de irracionalidad. Porque nadie piensa con claridad: Desdemona niega la realidad de Otello, que poco a poco va cambiando ante sus ojos sin que ella advierta la frialdad de su corazón, mientras que Otello es incapaz de comprender que las insidias de Jago le van a condenar a su autodestrucción.

Según Amélie Niermeyer, el escenario es un espacio claustrofóbico maldito: en su perímetro los deseos nunca se cumplen –salvo los de Jago– y la comunicación es imposible. Además, presenta a un Otello que, más que consumido por los celos, hoy recibiría un diagnóstico distinto: es un hombre inestable, quizá aquejado de un trastorno bipolar, lo que le imposibilita para detectar la bondad de Desdemona o la maldad de Jago, y que fluctúa durante toda la acción entre la salvación y el desastre, hasta que es incapaz de dominar a sus propios demonios. Finalmente, la luz blanca de Desdemona se apaga, venciendo la oscuridad.