Don Giovanni no es un personaje reducido a un carácter, sino un carácter constitutivo.
Prefiero escribir sobre Don Giovanni y el extremo individualismo que escribir sobre el espectador y el extremo juicio. Don Giovanni no es nadie sin el espectador. Tan solo una potencia que aparece al ser representada. En cambio, el espectador es. Es ahora, ha sido y probablemente será. Él lo sabe, le resulta fácil darse cuenta. Este programa en las manos, por ejemplo, le da la certeza. El espectador lo es en virtud de su ser sensible. Viste el cuerpo con mudas apropiadas que tapan y embellecen sus zonas frías y cálidas. La cara, no. La cara es el recipiente de los agujeros por donde el mundo exhibido le entra. Los ojos inminentes, la fórmula enzarzada de las orejas. Él es quien mira, quien escucha, quien se tapa la boca y habla. Es cómodo ser espectador, es un cometido agradable. El espectador. Los hay sociables y los hay solitarios, pero incluso estos últimos, cuando ejercen de espectadores, se ven movidos a comportarse como entes coordenados, como fuegos gregarios. Pienso en las mentes cuando se desviven por ser una sola mente, y hay una idea ya dada que sabe cómo quiere llevarlas, que la cuida y la alimenta. Pienso en la fuerza de otras mentes, las mentes pensantes que se valen tanto a cubierto como al sereno, en la desazón y en la calma. También en la alerta que el exceso de calma suscita. Me esfuerzo en confiar en estas mentes, las valerosas. El valor evalúa, pero no juzga. Es un consuelo. No hace falta valor para juzgar. hace falta mucho para comprender. Y aquí empieza el juego. Aquí es donde quien escribe invita. Mírate esta mano, la mano que sostiene el programa, la mano que te arrastra y siempre te ha arrastrado fuera. No hacen falta manos para beber el agua de un charco. Las manos están para compartir la vida. El hecho de compartir pide conocimiento e implica un mínimo de sujetos. Tengo que ser yo y tienes que ser tú. Hay un ámbito común donde confluyen los dos conocimientos, el del yo y el del tú. Hoy Don Giovanni es el tú. Y tú, espectador que me lees, eres el yo. Así que mírate esta mano y alégrate si te parece extraña. Mira. Mira. Esta mano perfecta que se abre como un abanico, la quiero dentro de ti. La mano dentro de ti. Reta a la mano a encontrarse dentro de ti. Aquí, y aquí, y aquí. Reta a la mano. Hay un individuo, dentro de ti. Un individuo agreste que atacará a la mano porque no sabe que esta mano es él. Que esto que hurga y mueve eres tú. Encuéntralo y déjate morder, y atrapa la mandíbula que te muerde. Cierra el puño. En el centro de equilibrio de tu yo quizás hay un lugar que está vacío. Sitúa a este salvaje en este lugar. Encaja como en un estuche, brilla porque se reconoce. Eres tú. Ni tal como te has visto nunca, ni tal como te has sentido, ni tal como piensas que eres. Eres tú del mismo modo que hoy Don Giovanni muestra que es. Un individuo, por definición, no es apto para una manada. Al individuo lo define la desvinculación. Y esto quiere decir que está situado mucho más allá del ámbito de la moral. Puede ser juzgado, pero no juzgar porque su núcleo, su sal, es la franqueza, la libertad. Desde este punto de vista, Don Giovanni es un individualista máximo, un hombre franco. Su libertad radica en ser coherente con su carácter, y lo que lo define es que es un carácter sensual. Aparece la sensualidad, la palabra que no deja indiferente. No se me ocurre nada más alejado de la reflexión y, por tanto, del lenguaje, pero aun así... Aun así, Kierkegaard amaba esta ópera. La consideraba el colmo de la expresión artística, la obra de arte clásica por excelencia, eterna, inmortal de una manera muy bella, porque excede el tiempo sin escapar de él. Kierkegaard no sentenció la obra a la inmortalidad, no la desterró del tiempo. Afirmó que era suficientemente grande para mantenerse viva en el tiempo, en esta evolución histórica que cada nueva generación toma y reviste. Y esta grandeza venía dada precisamente porque Don Giovanni era una obra musical. Su esencia era musical. Y tenía que ser así, la condición de Don Giovanni lo hacía imperativo. Don Giovanni no es un personaje reducido a un carácter, sino un carácter constitutivo. Don Giovanni es una vida, la vida que se expresa a través de la fuerza de un carácter que está marcado por la sensualidad. En este sentido, Don Giovanni es un genio, pero no un genio reflexivo. Esta es la condición que lo aleja del lenguaje y que hace que la música sea el único canal de expresión posible. Como mujer que encuentra sensualidad en la manipulación del lenguaje, como quien extrae una fruición sensual del acto reflexivo y creativo estrechamente vinculado al uso del lenguaje, y al baile y al trabajo con el lenguaje, no puedo afirmar, con Kierkegaard, que el medio ideal para representar una idea abstracta como es la genialidad sensual sea lo más alejado posible del lenguaje, es decir, a criterio de Kierkegaard, la música. Pero coincido en definir la sensualidad concreta de Don Giovanni como esencialmente musical. La inmediatez que marca la vida y las acciones de Don Giovanni, esta ausencia de reflexión y de moral, es la inmediatez con que la música atrapa al individuo que hay dentro de cada espectador. Me interesa, el efecto intenso de esta inmediatez. Y de una manera muy dongiovannesca, no me importa nada si el espectador estrangula el grito salvaje que le nace. La fuerza de la sensualidad se mueve en sintonía con la fuerza que provoca el rechazo o el estrangulamiento. Para Don Giovanni, es la fuerza que articula la vida. Un impulso de cariz atávico que quema y se desgata a sí mismo con un exceso de luz tan deslumbrante que parece que lo retroalimente. Don Giovanni, en el escenario, es una estrella, es el Sol. Su influjo es tan potente que captura las vidas de los otros y las articula alrededor de la suya. Se trata de un extremo individualismo magnético, como lo son tantas psicologías llevadas al extremo. El caos que se despliega en las vidas de los otros ―hablo aquí del criado Leporello, de las mujeres seducidas y de sus prometidos y familiares― es el cosmos magnífico de Don Giovanni. Sin ser él consciente, sus acciones instauran un orden nuevo a cada nueva situación, siempre el mismo. Es el orden que manda la sensualidad no meditada, no mediatizada, la que brota de Don Giovanni como si brotara talmente de una fuente primigenia, la de los dioses. La seducción que lleva a cabo Don Giovanni no se alimenta de nada que pueda generar un cerebro. Podemos pensar que él es el instrumento de un poder que lo ha poseído de tal manera que parece que se haya perdido a sí mismo. Esta es la visión divertidísima donde, si no se tiene cuidado, podemos caer cuando pretendemos huir del juicio pseudocristiano que afirma que Don Giovanni es un burlador sin escrúpulos que se merece el final que tiene, las llamas nunca saciadas del infierno. Pero nada más lejos. Don Giovanni es quien es. Sabe ser quien es. ¿Quién puede decir lo mismo? Cuando el individuo expresa con cada acto de su vida la esencia de aquello que lo define, aquella vida puede ser concebida como una idea. Por eso esta ópera transciende la temporalidad, no se reduce a una sucesión de acontecimientos. La acción transcurre en veinticuatro horas y aun así hubiera bastado con dos, y hubieran bastado dos años, esto es lo de menos. Porque lo que Mozart formula con Don Giovanni es una idea, lo que Kierkegaard denominaba “genialidad sensual” y que a mí me gusta pensar como deseo encarnado, deseo motriz. Es posible vivir desde uno mismo, con la coherencia y la radicalidad de Don Giovanni, promoviendo los remolinos capaces de alterar, y confundir, y problematizar, e incluso destruir las vidas de los otros. Es posible hacerlo y no atender las consideraciones morales. Porque la moralidad pertenece al ámbito de lo que es común, la vida compartida, y a lo común lo designa la corresponsabilidad. No podemos condenar a Don Giovanni sin condenarnos a nosotros mismos. La culpa, como el deseo, puede serlo todo o no ser nada, pero no es un sentimiento solitario. Puede sufrirse y disfrutarse en soledad, pero es un sentimiento que nace en la alteridad y que se alimenta de ella. Cuanto más tomamos en consideración nuestro espejo, aquel que hay en el otro lado de la culpa o del deseo que sentimos, más fuertemente experimentamos este sentimiento. El extremo individualismo puede ser alineado, pero muestra que la aparente desvinculación del entorno es en realidad la cuerda de mil trenzas que nos estrecha. El deseo sensual que designa Don Giovanni es todo aquello que tiene, la fuerza que lo hace grande. La moralidad permanece silenciosa cuando nos fijamos en aquello que define al individuo desnudo. Es bonito que Don Giovanni no quiera retractarse de quién es, poco antes del final. Es bonito porque es coherente, y esta firmeza de Don Giovanni no es bravata, no es insulto. El acto de autocondena de Don Giovanni alivia a cada presunta víctima, compensa cada engaño más que si hubiera decidido arrepentirse, mucho más que si se hubiera abandonado a sí mismo. Restituye el mundo. Es el momento más reflexivo de una ópera marcada por la inminencia y la irreflexión del personaje principal. El momento de la decisión que precede al desvanecimiento de la música. El instante en que el lenguaje marca aquello que tiene que acontecer y surge una y hasta diez veces este no. No y no y no. La negación. No hay traición posible si de lo que se trata es de traicionarse a uno mismo. Este es el valor de Don Giovanni, aquello que proyecta al individuo hacia lo universal: la aceptación.