Don Giovanni es el arquetipo del conquistador de corazones, del depredador de alcobas; es un triunfador sexual que colecciona mujeres y anota todas sus hazañas de amor en un interminable catálogo. Pero en la ópera de Mozart, Don Giovanni, que vive su último día en el mundo, no logra culminar ninguna de sus aventuras eróticas. Donna Elvira le jura venganza por despecho, Donna Anna le rechaza cuando asalta su alcoba y la joven Zerlina se le escapa en el último momento. Aunque no está especificado así en el texto de Lorenzo Da Ponte, este Don Giovanni ha perdido su toque mágico –el knack, como dirían los ingleses–, está en su ocaso viril, y de ahí la actitud bravucona con la que se desempeña a lo largo de toda la ópera: es un hombre con el orgullo herido porque ya no es el que era. Es consciente de su decadencia y no soporta ver aproximarse su final –por ello, de forma voluntaria, se inmola y se deja arrastrar al infierno de la mano del Commendatore, pues ya no tiene nada por lo que luchar.
Christof Loy ha construido su versión de la obra maestra de Mozart a partir de esta premisa: Don Giovanni se precipita a su fin, y de ahí tanto su aspecto –con una larga melena gris y un deambular cansado–, como el entorno, envuelto en sombras, que sirven como metáfora de la senectud y del final de la vida. Don Giovanni quiere demostrar que aún puede recuperar su antiguo vigor, pero todas las oportunidades se frustran.
Esta producción, original de la Ópera de Frankfurt estrenada en 2014, se apoya en todas las lecturas entre líneas que puede sugerir el texto de Da Ponte. Christof Loy entiende el libreto de Don Giovanni no como un texto del siglo XVIII –fundamentado en la razón y la simetría–, sino como un preámbulo al Romanticismo, donde las pulsiones del alma dominan el comportamiento racional, de modo que antepone la interpretación psicológica de las motivaciones de los personajes –el afán de venganza, la ciega pasión, la frustración, el cansancio, la curiosidad erótica, la tentación del peligro– a la mera literalidad del texto. De ahí que la puesta en escena nos pueda parecer minimalista: en caso de ser demasiado descriptiva y narrativa, se contribuiría a distraer la atención de lo verdaderamente importante.
Y es que lo importante en este Don Giovanni radica en lo que pasa por la mente de los personajes, todos ellos dominados por una obsesión personal. El primer acto discurre en un único espacio –el palacio del Comendador es, a su vez, la villa de Don Giovanni, donde suceden también la tentación de Zerlina y la conspiración de Donna Elvira–, mientras que el segundo se divide entre el cementerio y, una vez más, el gran salón del palacio, donde cada vez es mayor la presencia del espectro que arrastrará al protagonista a su perdición. Christof Loy nos sugiere que, en el último día de la vida de Don Giovanni, el destino está escrito y no se puede evitar, pues en el fondo ya había llegado hace tiempo al final del camino: viejo, cansado y canoso, incapaz de volver a conquistar a ninguna mujer, su último gran gesto es abandonarse a un impulso primario final, el opuesto al eros, que es la muerte.