El War Requiem como símbolo
La guerra como inspiración
El oratorio como ópera
1 de febrero de 1915. No, me niego a seguir anotando los sucesos de esta guerra, es una sucesión de altibajos sin fin. A ello se suman los rumores que pretenden acelerarlo todo, la guerra y la paz. Pero ya no tienen ningún efecto, ya no tranquilizan a nadie.
2 de febrero. Por fin ha refrescado un poco. Parece que el invierno está siendo benévolo en el norte. Hoy han vuelto a llamar a filas a cientos de miles, hasta el último hombre es enviado al norte, una hornada tras otra. La guerra, esa despobladora de ciudades.
Stefan Zweig, Dietarios (Acantilado, 2021)
El siglo acababa de empezar y Stefan Zweig ya se había hartado de él. Le quedaban todavía muchos horrores por contemplar y relatarnos, con la esperanza de que en el siglo xxi seríamos capaces de no caer en los mismos errores. Quizás pensaba, quién sabe, que lograríamos volver a ese “mundo de ayer” en el que la cultura todavía podía estar por encima de la barbarie. Ese 1915 entró en el ejército Wilfred Owen, el autor de los poemas que Britten engarza al texto latino de Requiem. Moriría en el frente, tres años después.
El siguiente tríptico es una invitación a reflexionar sobre el simbolismo pacifista de la obra de Britten, sobre cómo el horror de la guerra puede convertirse en fuente de inspiración para los artistas que la padecen y sobre cómo una propuesta escenificada nos permite mirar de forma diferente una partitura que ya se ha convertido en imprescindible en el repertorio del siglo xx.
El War Requiem como símbolo
“¿Cómo puedes tú, una mujer soviética, estar sentada junto a un alemán y un inglés para interpretar una obra política?”
Ekaterina Furtseva, ministra soviética de Cultura, a Galina Vishnévskaia, 1962.
La soprano Galina Vishnévskaia no da crédito a lo que está pasando. Está en el despacho de la ministra de Cultura, Ekaterina Furtseva, tratando de hacerle entender que uno de los grandes compositores de su tiempo, Benjamin Britten, ha escrito para ella una obra que es un alegato a la paz y el entendimiento entre las naciones, y que no pueden denegarle el permiso para cantarla en su estreno solemne en la catedral de Coventry, en el Reino Unido, junto a un solista alemán, Dietrich Fischer-Dieskau, y uno inglés, Peter Pears.
Antes de entrar en su siniestro despacho, la secretaria de la ministra le ha dado, discretamente, una carta de Britten a las autoridades soviéticas que pudo rescatar de la papelera de la gobernante. Lleva la fecha del 14 de diciembre de 1961: “Este Requiem es posiblemente mi obra más importante, y la parte crucial de la soprano ha sido pensada para la Sra. Vishnévskaia desde el principio. Cuando la oí cantar en Inglaterra el verano pasado, me di cuenta de que tiene la voz, la musicalidad y el temperamento que andaba buscando. Desde entonces, cuando escribía la obra, ella ha estado en mi cabeza mientras pensaba todas y cada una de las frases de la música”.
Vishnévskaia sale derrotada del despacho. Su marido, el violonchelista Mstislav Rostropóvich, seguirá intentando hasta el final que le concedan el permiso. El responsable de Asuntos Exteriores del Ministerio de Cultura lo corta: “La catedral ha sido restaurada por los alemanes. Hubiera sido mejor dejarla en ruinas como un monumento a la brutalidad del fascismo”.
El relato de este episodio aparece en las memorias de Vishnévskaia, Galina, a Russian Story, y termina mal: el día del estreno, el 30 de mayo de 1962, “yo estaba sentada en casa, llorando con lágrimas amargas”. Unos meses después, consiguió llevar a cabo la grabación en la que la simbología, por fin, se hace realidad: un cantante británico, uno alemán y una rusa haciendo música, creando belleza, juntos, tras tanta destrucción. No es el único símbolo a favor de la paz y el humanismo universal que esconde esta partitura. La delicada relación entre los textos y la música, el papel de los diferentes planos orquestales, las intervenciones del coro... el Requiem de guerra es una maquinaria pacifista desde su gestación hasta el momento en que termina cualquier interpretación en vivo en nuestros días.
“No puedes imaginar los destrozos que quedan de los bombardeos. (…) Calles enteras destruidas. Debió de ser una ciudad maravillosa, a pesar de que aún conserva su belleza. (…) Las guerras no deberían existir, pero parece que la humanidad necesita estas crueldades y aun ahora, después de tantos sufrimientos que se han pasado en todo el mundo, se habla de guerras próximas y todavía más terribles.”
Victoria de los Ángeles, en una carta a su madre desde Colonia, el 12 de mayo de 1960. Fondo de la Fundación Victoria de los Ángeles.
Victoria de los Ángeles visita Colonia por primera vez dos años antes de que el War Requiem se estrene para inaugurar la restauración de la catedral de Coventry, que había quedado arrasada en los bombardeos de la segunda guerra mundial[1]. No tiene mucho tiempo para pasear, porque está de gira con su pianista, Gerald Moore, y, en realidad, tampoco le apetece. Esas calles le recuerdan demasiado a los bombardeos que presenció de pequeña, cuando vivía en el edificio de la Universidad de Barcelona en plena guerra civil española. Cuando la guerra golpea el alma sensible de los artistas, el resultado son creaciones cautivadoras.
John Blacking, en su célebre libro How Musical Is Man?, explica hasta qué punto llevamos la música en nuestro ADN, como un hecho innato que nos impulsó a cantar y dar palmas antes de que pudiéramos escribir, pintar o desarrollar cualquier otra disciplina artística. ¿Quién sabe si el precio que tenemos que pagar por llevar dentro tanta belleza es también esta tendencia suicida en la guerra?
El arte ha reflejado las contiendas bélicas desde sus inicios. Pensamos, por ejemplo, en la Ilíada, que nos relata la guerra de Troya. En la ópera podemos encontrar referencias en las obras de casi todos los grandes autores, desde Händel hasta Wagner. Por mencionar dos que podremos ver esta temporada donde la guerra está presente, podemos citar el Wozzeck de Berg y la Norma de Bellini.
La relación entre guerra y música en el siglo xx, y como cada Estado ha utilizado la música como propaganda cuando le ha interesado, queda excelentemente retratada en el best-seller de Alex Ross The Rest Is Noise, una lectura que puede ser de gran ayuda para preparar la audición del War Requiem. Fijándonos solo en algunos ejemplos, además de los ya mencionados, encontramos las obras de Shostakóvich, atormentado tanto por la guerra como por las presiones y amenazas del régimen soviético. Su sinfonía Leningrado es un icono en este sentido, como lo son también sus cuartetos, muchos de ellos escritos en circunstancias aterradoras.
Aterrador debió de ser también el estreno del Cuarteto para el fin de los tiempos de Messiaen, en el campo nazi de prisioneros de guerra de Görlitz. En medio de tanta miseria, material y humana, el compositor fue capaz de crear belleza y esperanza mediante la fe, a pesar de que lo que describe es el apocalipsis.
En Estados Unidos, Aaron Copland homenajeó a los combatientes aliados muertos en la segunda guerra mundial con su Fanfare for the Common Man, estrenada en 1942. Ese patriotismo lo encontramos también en obras menos conocidas como Airborne Symphony, de Marc Blitzstein, o Ballad for Americans, de Earl Robinson y John Latouche. Copland, que observa el conflicto bélico desde la distancia, se puede permitir pensar en la muerte en el frente como un hecho honorable y heroico, lejos de esas luchas en el barro entre cuerpos destripados que nos relatan Owen y Britten.
El oratorio como ópera
“Obras corales, representadas con producciones escénicas completas, con escenografía, vestuario e iluminación, pueden ser experiencias estimulantes tanto para los intérpretes como para el público. Para el director coral, ofrece más satisfacción que un montaje de Broadway y refuerza la fe que tiene en el reconocimiento de la valía musical por parte del público”.
Willy Decker, en un artículo en Choral Journal, abril de 1979
El War Requiem fue concebido por Britten como un oratorio. Se había estrenado en la catedral de Coventry, sin escenografía. O, mejor dicho, con una escenografía muy concreta: dentro de una catedral que había quedado arrasada por los bombardeos y que ahora, gracias a la cooperación entre dos países enemigos, Reino Unido y Alemania, se había reconstruido. Si lo miramos desde este punto de vista, en realidad podríamos estar hablando de uno de los montajes escenográficos más espectaculares de la historia.
Por otra parte, el Requiem es una misa. Pero, al intercalar los poemas de Owen, Britten lo convierte en algo muy similar a un libreto de ópera en la que los personajes están perfectamente delimitados. La soprano, acompañada por la orquesta sinfónica, asume el rol de oficiante. El tenor y el barítono, con una orquesta más reducida pero generosa en la percusión, adoptan el papel de dos soldados rivales que luchan, mueren y se reconcilian mientras se dirigen al Paraíso. El coro mixto es el pueblo, testigo y víctima de los horrores. El coro infantil, que representa los ángeles, podría verse como un Deus ex machina que salva las almas en el momento final.
No debe extrañarnos, pues, que un creador como Daniel Kramer sintiera el impulso de crear una versión escenificada. Este ejercicio creativo, como sostenía Willy Decker en una fecha tan remota como 1979, puede resultar muy estimulante tanto para el público como para los intérpretes.
Los ejemplos de oratorios escenificados se han multiplicado en los últimos años, y en ocasiones han dado frutos memorables. Las dos Pasiones de Bach semiescenificadas por Peter Sellars en la Philharmonie de Berlín bajo la dirección musical de Simon Rattle serían un buen ejemplo de ello. Händel, sin embargo, es el rey en este terreno. Sus oratorios se han llevado a escena con propuestas como las del propio Sellars, que firmó una Theodora memorable en el Festival de Glyndebourne. Más recientemente, Jürgen Flimm ha escenificado también Il trionfo del tempo e del disinganno y Robert Carsen ha hecho lo mismo con Semele.
Escenificar oratorios, pues, es una práctica que empieza a contar con cierta tradición, a la que ahora se añade la obra de Britten. El objetivo no es otro que dar una visión diferente de la partitura, proponiendo al espectador claves visuales que, en una interpretación convencional, no estarían presentes. Lo que importa es que el mensaje de paz, de comunidad, de denuncia del sufrimiento y de la destrucción, y también de esperanza, resuene tanto como sea posible en un mundo que, en algunos aspectos, no es muy diferente al de hace casi seis décadas.