Explicar La traviata seguramente sea algo innecesario para la gran mayoría del público que acude a teatros de ópera, pues suele ser el título más representado en todo el mundo, temporada tras temporada, sin que se aprecie cansancio por parte de nadie. El mérito, lógicamente, está en la soberbia elegancia y calidad de la partitura de Verdi, una de las más equilibradas e inspiradas, si no de toda su carrera, sí al menos de ese periodo de madurez que se conoce como los «años de cárcel» (anni di galere), en los que trabajó a destajo, encerrado en su estudio, produciendo obras maestras sin descanso. Estrenada en Venecia en 1853, La traviata fue desde el primer momento una obra de una enorme modernidad, inspirada en sucesos recientes y mundanos –la muerte por tuberculosis en París de una joven cortesana, Marie Duplessis, cuya vida llevó a la ficción el escritor Alexandre Dumas (hijo) en su gran éxito La dama de las camelias– y que significó en su momento una gran revolución en el género: no sólo ponía en cuestión el dominio de la ópera histórica, sino que formalmente rompía con muchas de las convenciones del bel canto y profundizaba en la ambición de Verdi –compartida también por Wagner en esos mismos años–, de estrechar el nexo entre ópera y teatro, manteniendo el nivel musical a la vez que se forzaba un avance escénico hacia estándares cercanos a Shakespeare.
De todas maneras, por muy conocida que sea La traviata, siempre hay que volver a explicarla porque esta ópera también tiene el honor de ser, para mucha gente, su título de iniciación, el bautizo en el Teatre para los aficionados del futuro. Y lo es gracias a la universalidad de su argumento, que consiste en la búsqueda desesperada de la felicidad y la redención en la vida a través del amor. Violetta es una prostituta de éxito en un París que se intuye ya decadente y sacudido por la tuberculosis (la presencia de la enfermedad en el aire se nos antoja hoy perturbadoramente actual). Ella aspira a la felicidad vacía de los placeres fugaces, hasta que conoce a Alfredo Germont, un admirador que le declara su afecto. Violetta cae vencida por la fuerza del amor incondicional, pero cuando parece abrirse a una vida mejor –más sencilla, más plena, llena de significado–, la bendición se convierte en condena, atacada por todos los males posibles: los celos, la traición y la tisis, que termina con la vida de Violetta y su aspiración de elevarse, en vida, a un plano superior. Esta representación del amor –el bien supremo, pero inalcanzable sin sacrificio– es la que convierte La traviata en una ópera inmortal, para todos los siglos y todos los públicos.