Presentada por primera vez en 1999, la Carmen de Bieito es una propuesta del Liceu convertida en gran éxito internacional que no ha perdido ni frescura ni irreverencia.
La producción de Carmen, firmada por Calixto Bieito, podría definirse con muchos adjetivos –sexy, grotesca, violenta, subversiva–, pero hay dos que, a día de hoy, admiten poca discusión: incombustible y pertinente. El primero hay que aplicarlo porque esta versión se acerca ya a los 25 años de presencia en los principales teatros internacionales, sin que parezca que vaya a dejar de representarse en mucho tiempo: tiene gasolina de sobra. Bieito estrenó su Carmen, deliciosamente rancia y cañí, en el festival de Peralada de 1999, en lo que era una coproducción con los teatros de Turín, Palermo, Venecia y el propio Liceu, y poco a poco se ha convertido en una de las producciones más icónicas, si no la que más, de la obra maestra de Bizet por su atrevimiento estético, por su audacia al tocar aspectos altamente sensibles que subyacen en el espíritu de la obra, y porque el paso del tiempo no le ha restado ni un mínimo de actualidad. De ahí que también haya que subrayar su pertinencia porque, si tal como defiende Bieito, Carmen fue el primer caso en la historia del teatro en el que se escenificó de la manera más cruel la violencia contra la mujer, el final de su puesta en escena –en el que Carmen es apuñalada por un Don José enloquecido– aborda el problema sin enmascararlo con medias tintas, y haciendo que la muerte horrible de la protagonista nos resulte insoportable.
Hay muchas ideas y sensaciones que se unen en Carmen. La ópera se basa en la novela homónima de Prosper Mérimée (1845), que relataba una historia de amor, celos y crimen en la Andalucía de principios del siglo XIX. Por tanto, uno de los temas de la ópera es la España brutal que se imaginaba por entonces en las capitales de Europa, y en particular en París, donde la fascinación por lo exótico reducía toda España a una suma de tópicos entre los que destacaban las corridas de toros, las gitanas temperamentales, los hombres muy machos y el folklore pre-ilustrado, abundante en supersticiones. A la vez, la Carmen de Bizet –gracias al admirable libreto de Henri Melhiac y Ludovic Halévy– se alejaba de la de Mérimée en un aspecto esencial: la protagonista era una mujer que afirmaba su independencia –en la novela no era tan moderna–, y llevaba su libertad hasta las últimas consecuencias, aceptando la muerte antes que la sumisión. La muerte de Carmen, por tanto, se presenta como un acto injusto, arbitrario, innecesario, lo que permite una lectura contemporánea en clave de denuncia de la violencia de género como una lacra social injustificable.
Bieito ha dicho que Carmen representa un choque frontal entre los machos y las mujeres, es decir, entre la versión arrogante y posesiva del hombre, y la mujer que lucha por anular la sumisión a la que se le quiere reducir desde la óptica machista. Y en la producción ese choque se manifiesta continuamente con un gran trabajo actoral en el que participan los cantantes solistas y el coro. La acción de esta Carmen se sitúa en la década de los 70 del siglo XX, en algún punto entre la agonía de Franco y la llegada de la democracia a España, un tiempo incierto, de modernización a la vista, de intuición de un tiempo nuevo. Si bien la ópera transcurre en Sevilla, en esta producción el lugar es la ciudad autónoma de Ceuta, un espacio poroso para el contrabando y la vida al margen de la ley, en el que hay una gran presencia de legionarios y guardias civiles: Carmen los seduce a todos, y no hay un solo hombre que observe a esa gitana temperamental –de vestuario y movimientos sensuales– sin delatarse con una concupiscencia ridícula. Si el tópico del siglo XIX era que España estaba congelada en el tiempo, esta producción retoma la idea y la traslada a un pasado cercano, que todavía activa resortes nostálgicos –entre los fetiches que salen a escena están el toro de Osborne, los modelos de coches baratos, las ya desaparecidas cabinas de teléfono, etcétera–, y se convierte en una Carmen conceptualmente resistente que activa las teclas correctas del recuerdo.
Finalmente, Carmen es una ópera sobre el sexo y la muerte –los dos ejes del impulso vital según Freud, eros y thánatos–, y esas fuerzas colisionan con resultados fatales en el argumento, pero con una deslumbrante escenografía en la producción no exenta de polémica en algunos teatros: Bieito sugiere, y muestra furtivamente, el acto sexual a lo largo de la ópera, y la muerte estalla en su versión más cruel en el cuarto acto, después de haber transformado sutilmente los aires de comedia y vodevil parisino que marcan el principio, para pasar a algo parecido a una tragedia al estilo griego. El secreto de esta producción –y lo que la hace, como decíamos, incombustible y pertinente– está en que, bajo una apariencia grotesca en la que se nos aparece lo más primario del comportamiento humano, también se combinan la risa y el dolor, la alegría que Carmen transmite con su música y su personaje libre y prometedor, y la indignación al desencadenarse ese final espantoso. Bieito dio con la fórmula para unir los elementos que hacen grande a Carmen –aire español, denuncia social, velocidad musical, humor y drama realista–, y el tiempo no ha hecho más que validar su propuesta. Lleva en escena 25 años, y ahí seguirá por mucho tiempo.