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El 14 de diciembre de 1918, en el Metropolitan Opera House de Nueva York, se representó por primera vez Il trittico de Giacomo Puccini. El músico de Lucca tenía sesenta años y le quedaban casi seis años de vida, unos años determinados por una salud precaria. Puccini, fumador recalcitrante, moriría de un cáncer de laringe en 1924. Por otra parte, hacía pocas semanas, el 11 de noviembre, que Alemania había firmado el armisticio en Compiègne. El terrible conflicto de la Primera Guerra Mundial había supuesto la muerte de nueve millones de personas, entre militares y civiles. Nunca, hasta entonces, una guerra había causado directamente tal mortalidad. Puccini, hombre sensible a la historia de su época y a los dolores humanos, había vivido el conflicto bélico con angustia, hasta el punto de que temió embarcarse hacia América por miedo a morir si el barco se hundía en pleno Atlántico por una mina alemana sin explotar. No asistió, pues, a la première de su Il trittico en el Metropolitan.

Estas consideraciones, personales y contextuales, no son ajenas a la elección de la temática y de la disposición de Il trittico pucciniano, un conjunto de tres óperas de un solo acto denominadas genéricamente con un término, tríptico, que proviene del mundo del arte y de la edición, y que aquí se aplica a una obra musical. En efecto, el protagonista absoluto de las tres óperas (Il tabarro, Suor Angelica y Gianni Schicchi) es la muerte. Esta es el hilo conductor, a pesar de haber ambientes, épocas y personajes diferentes en cada una de las tres óperas. Así, pasamos del París de inicios del siglo xx, concretamente de un muelle del río Sena, donde está anclada una barcaza de las que transportan mercancías, donde viven Michele y Giorgetta, a un monasterio femenino italiano del siglo xvii, particularmente en el claustro y en las dependencias y los espacios monásticos, donde reside Suor Angelica, y acabamos en el siglo xiii, en casa de un burgués de Florencia, que acaba de morir y del cual la parentela pretende los bienes, que acabarán, sin embargo, en manos del astuto Gianni Schicchi.

Hacía años que Puccini pensaba en hacer un tríptico, un conjunto de tres óperas de un solo acto. Incluso en 1912 pide al gran poeta Gabriele d’Annunzio que le escriba tres “piccoli atti... di dolci e piccole cose e persone”, como recuerda Virgilio Bernardoni. El proyecto no llegará a convertirse en realidad. Habrá que esperar hasta los años 1916-1917 para que Giovacchino Forzano escriba Suor Angelica y Gianni Schicchi, y añada —como primera pieza del tríptico— Il tabarro, obra de Didier Gold estrenada en 1910 con el título de La Houppelande y que Giuseppe Adami elaborará y adaptará posteriormente para Puccini como libreto operístico. De este modo, a diferencia de los proyectos anteriores en los que Puccini maneja argumentos inspirados en las tres partes de La Divina Comedia de Dante, en los relatos de Gorki o en la creación literaria de d’Annunzio, Il trittico contiene tres argumentos relacionados entre ellos por efectuar una mirada diferenciada sobre la muerte en distintas sociedades.

La visión sobre la muerte depende, sin embargo, de la filosofía sobre la vida. Existe un vínculo estrecho entre el pensamiento sobre cómo hay que vivir y la idea que uno tiene sobre morir. Los credos y las creencias de todos los tiempos, pero también los sistemas filosóficos, se han expresado sobre la relación entre la vida y la muerte. La diferencia fundamental entre ellos es la idea sobre lo que hay después de la muerte: la resurrección del cuerpo y del espíritu destinados a una vida plena (judaísmo, cristianismo e islam), la reencarnación y la transformación progresiva en realidades efímeras o definitivas (hinduismo y budismo), la disolución del ser personal provocada por la muerte que lleva a la nada. Sin embargo, existe una segunda mirada ante la muerte que se fija concretamente en la forma de morir. Hay muchos tipos de muerte: valientes y cobardes, anunciadas y accidentales, deseadas y temidas, buscadas y sobrevenidas, benditas y malditas, provocadas e incidentales. Puccini tiene en cuenta ambos registros: el tipo de muerte y el destino final de la persona que muere.

El autor de Il trittico elige dos modelos de muerte, situados en las antípodas uno del otro: la muerte de Luigi, asesinado por Michele en Il tabarro, y la muerte de Suor Angelica, mezcla de suicidio y elevación mística, en la segunda ópera del tríptico. Y, haciendo un contrapunto altamente irónico, una “muerte” que no es muerte, la de Gianni Schicchi, que suplanta a Buoso Donati, el hombre que realmente ha muerto, en la tercera ópera. En el caso de Luigi, amante de Giorgetta, la esposa de Michele, se representa la muerte sórdida, con un Luigi estrangulado y su cadáver envuelto por el mismo tabardo que había servido de prenda de amor entre Michele y Giorgetta. En el caso de Suor Angelica, nos encontramos ante la muerte sublimada, con una aparición de la Virgen María, que lleva a la monja suicida su hijo difunto, ahora en la gloria del cielo, y convierte a la mujer condenada en mujer salvada.

El tríptico se cierra con una muerte ficticia, la de Gianni Schicchi, de tono plenamente irónico, que provoca la hilaridad del espectador. Puccini quiere reírse ahora de la muerte, después de describirla, en las otras dos óperas, como algo sórdido y como algo sublimado. Aquí, la ironía, que raya el sarcasmo, juega con la muerte, la lleva al mundo de los vivos, la domestica, haciéndola comadre de las miserias humanas (la avaricia y la corrupción), de los sentimientos más auténticos (el amor dos jóvenes) y, por encima de todo, de uno de los comportamientos más alabados entre los humanos (la astucia, que en este caso se vale del engaño y de la impostura). La muerte sórdida, la muerte sublimada, la muerte ficticia: he aquí el motivo de las tres óperas que forman el tríptico de Giacomo Puccini.

La muerte es, a menudo, la culminación de la vida: las personas mueren tal y como han vivido. Esta correlación se verifica en las dos primeras óperas de Il trittico pucciniano. Il tabarro describe una humanidad castigada por una existencia sin sentido ni aspiraciones. El horizonte es una barcaza inmóvil, amarrada en el río Sena, oscura y sin ninguna belleza, imagen de la vida de las personas que se mueven a su alrededor: un hombre alcoholizado (Tinca), una mujer que remueve la basura y sueña con tener una casita (Frugola, casada con Talpa), un joven descargador que imagina con Giorgetta un futuro sin consistencia (Luigi), una mujer nostálgica de Belleville —el barrio de París, la ciudad donde nació— que vive una relación amorosa fuera del matrimonio (Giorgetta), el patrón de la barcaza que perdió al hijo recién nacido y que ahora ha perdido el amor de su esposa (Michele).

Todo es triste y deprimente, con una música que construye un mundo herido, de pausas, de cadencias, de repeticiones, en el que los personajes se mueven sin esperanza. Todos ellos son seres humanos insatisfechos, que desperdician la vida, inexorablemente atrapados por un destino oscuro, como la niebla que envuelve el río y los envuelve a ellos mismos. Canta Luigi: “Para nosotros la vida no tiene ningún valor, y las alegrías se convierten en penas”. Y Frugola replica que “la muerte es el remedio de todos los males”. Michele remacha el clavo: “La paz se encuentra en la muerte”.

Los personajes comparten una misma filosofía de la vida, que se basa en la imposibilidad de ser feliz, aunque sea a expensas de una pasión desbocada, como Giorgetta, quien acaba, a pesar de todo, insatisfecha. Esta exclama: “Come è difficile esser felici!”. Y Luigi explica la razón de su relación pasional con ella: “Robar juntos algo en la vida”. Giorgetta se muestra insensible al recuerdo de los tiempos en que ella y Michele se acariciaban mientras se resguardaban bajo el tabardo, ni siquiera quiere recordar a su hijo fallecido hace unos meses. Michele, el padre del niño, evoca el pasado común con Giorgetta, pero ella no quiere saber nada. Todo lo confía a la pasión por Luigi. Rechaza a Michele con brusquedad y este constata amargamente que su mujer ya no siente nada por él. Intuye que existe un amante y descubre casualmente quién es. Ahora, el tabardo, instrumento de amor, se convierte en instrumento de odio y de muerte: el cuerpo muerto de Luigi, estrangulado violentamente por Michele y envuelto con el tabardo, rueda a los pies de Giorgetta.

En Suor Angelica, la tenebrosa barcaza del Sena se transforma en un jardín florido con toda clase de plantas, el río oscuro de París se convierte en la cristalina fuente de un claustro, la dureza con que se tratan las personas en la barcaza cambia a una exquisitez de relaciones casi celestiales en el monasterio, el hijo fallecido en un rincón de la barcaza pasa a ser un hijo rubio y blanco que baja del cielo conducido por la Virgen María, la mujer que está atrapada en la relación adúltera (Giorgetta) se contrapone a la mujer que ha tenido un hijo de padre desconocido y ha entrado en un monasterio para expiar su comportamiento (Angelica). Giorgetta termina abrazada al cadáver de su amante, olvidadiza de su hijo fallecido, mientras Angelica muere viendo que su hijo de cinco años, muerto en la tierra pero vivo en el cielo, se dirige hacia ella, empujado por el gesto de Santa Maria. La muerte sórdida se ha convertido en la muerte sublimada. El contraste es total.

En efecto, Suor Angelica no sería, probablemente, una ópera tan “angelical” sin el contraste, buscado y conseguido, con Il tabarro. Basta con constatar cuál es la visión de la muerte que expresa Angelica: “La morte è vita bella!”. De hecho, Angelica, cuando se entera de que su hijo está muerto, tan solo piensa en reencontrarlo después de morir ella misma: “¿Cuándo podré volar contigo hacia el cielo?”, exclama, y añade: “¿Cuándo podré verte? ¿Cuándo podré besarte?”. La muerte es vida porque, una vez abandonado este mundo, vuelve ese que se ha perdido mientras vivía. Para Angelica la muerte es tan solo el fin de la espera antes del reencuentro definitivo y el inicio de una vida sin fin.

Angelica pensaba que su hijo estaba vivo y que solo podía aspirar a imaginar, desde el monasterio, cómo eran sus ojos y su cara, cómo se hacía mayor y hermoso. Pero, cuando su tía princesa le comunica que el niño está muerto, entonces su ansia de madre no puede aguantar más y, en una mezcla de exaltación y obstinación, decide anticipar el momento de su propia muerte, gracias a la cual podrá ver finalmente a su hijo, que está en el cielo. Angelica decide suicidarse bebiendo una infusión de cicuta, planta que crece en el jardín monástico. Pero cuando se la ha bebido se da cuenta de que ha perdido la cabeza “por amor di mio figlio” y ha cometido suicidio. La exaltación casi mística se convierte en desesperación, ya que, si muere en pecado mortal, no podrá ir al cielo y se condenará para siempre. Entonces se dirige a la Virgen María suplicándole que la salve: “Una madre ti prega, una madre t’implora”. La respuesta celestial es inmediata: los ángeles cantan el himno “O gloriosa virginum” (‘Oh gloriosa entre las vírgenes’), dedicado a la reina de los cielos, y esta lleva a Angelica la salvación y el perdón: le espera la gloria, donde podrá disfrutar para siempre de su querido hijo.

Il trittico de Puccini termina con el toque cómico e irónico de la ópera Gianni Schicchi, después del doble registro trágico anterior. Cercana al canto XXX del “Infierno” de Dante y al Falstaff de Verdi, la ópera mezcla cosas antagónicas como el argumento burlesco de la suplantación del cadáver y la descripción del amor entre dos jóvenes amantes, las lamentaciones fúnebres de los parientes tacaños y su rabieta invectiva contra los frailes a quienes Donati había hecho herederos universales. Aquí, más que en las otras dos óperas, la música, con sus estridencias y disonancias, hace de texto y muestra, con tonos macabros, que la muerte es una realidad que la ironía contribuye tan solo a mitigar.