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Lucia, fragilidad y fortaleza

El Romanticismo, que reinó durante casi todo el siglo XIX en la cultura occidental, creó varios estereotipos sociales para construir un imaginario con el que el autor pudiera llegar directo al corazón del público de su momento. La literatura y, más tarde, la pintura y el teatro se movieron entre la exaltación de la naturaleza, el exotismo de tierras lejanas y los seres fantásticos, teniendo a medio camino una jugosa fuente de ideas y de inspiración: la mujer y su mundo. Esta figura femenina dista de parecerse a las heroínas empoderadas y trágicas que deciden su futuro y que caracterizan la creación más tardía del diecinueve. No hablamos de la popular Carmen imaginada por Mérimée que más tarde se transformó en la popular hija de Bizet, ejemplo de mujer libre nacida muy pronto (en 1847) y que salta de la literatura a la ópera ya en la segunda mitad del siglo (1875). El enfoque de este análisis trata de mujeres muy diferentes siempre nacidas de plumas masculinas que son sumisas, obedientes, frágiles, tanto física como mentalmente, de chicas que enloquecen por un mal de amor, que mueren de tisis después de sufrir desengaños, que deambulan sonámbulas por su debilidad de espíritu. Porque, para estas mujeres, el amor es sinónimo de sufrimiento mientras se transforman en objeto de devoción y de deseo.

Nacidas en un entorno machista, dominadas por hombres reconocidos como ciudadanos de pleno derecho que deciden por ellas cuando son percibidas directamente como valor mercantilista, estas mujeres no pueden decidir su futuro porque está escrito en el ideario de los hombres de su familia, quienes pactan sirviéndose de sus hijas y hermanas como moneda de cambio, y que estructuran, construyen y transforman fortunas, posiciones sociales y reinos gracias a casar a sus mujeres según mejor les convenga, que manipulan el poder político y social usándolas como ellos consideran más oportuno. En este contexto, la mujer se transforma en enfermiza carne de desequilibrio, ya que incluso su ideal de belleza se define como débil, dibujando un estereotipo de piel pálida y de aspecto febril.

Mujeres como estas son las protagonistas de las obras literarias más importantes de la primera mitad del siglo XIX, las mismas que más tarde subirán a escena inspirando a dramaturgos y compositores, convertidas en personajes de obras de teatro y de melodramas líricos. Es el momento histórico que deja atrás a las reinas y diosas que imperaban en el siglo XVIII para dar paso a estas mujeres debilitadas pero de gran espiritualidad, delicadas y mentalmente frágiles; unos personajes atormentados que no conseguirán la redención en el ámbito del amor hasta que el Romanticismo las deje atrás a cambio de un nuevo prototipo. No en vano hay una tradición de protagonistas femeninas en el teatro de la época —especialmente en el bel canto romántico— que pierden el juicio al no poder asumir ni superar los problemas que les crean sus padres y hermanos en nombre del honor y de la fortuna de la familia. En ópera las escenas de locura, en que la protagonista pierde la razón haciendo el ridículo en versión trágica confundiendo fantasía con realidad, empiezan a hacerse un hueco en el repertorio hasta consolidarse como una característica propia del estilo.

Estas grandes escenas de locura, de paso, servían de vehículo ideal de expresión de las divas de la época, cantantes extraordinarias que dieron vida por primera vez a personajes como Elvira de I puritani, Imogene de Il pirata o Amina de La sonnambula, las tres óperas de Vincenzo Bellini (1801-1835); Linda de Linda di Chamounix o Anna de Anna Bolena, ambas de Gaetano Donizetti (1797-1848); Ermione de Ermione de Gioachino Rossini (1792-1868); o incluso la misma Lady Macbeth del Macbeth de Giuseppe Verdi (1813-1901), aunque esta última tenía poco de fragilidad de carácter pero mucho de débil mental. Sin embargo, hay una mujer que destaca entre todas ellas

porque se convirtió en un mito en su tiempo, a pesar de su locura: Lucia, la protagonista de Lucia di Lammermoor, la obra maestra que convirtió a Donizetti en el compositor más importante de su momento.

El personaje que dibujó en su ópera fascinó desde la noche del estreno: una mujer débil y frágil que mata a su marido en el lecho nupcial y que, finalmente, muere ahogada por los sopores de su locura. Escocesa de origen e italiana por temperamento, Lucy of Lammermoor, como la llamaba su “padre”, el escritor escocés Walter Scott (1771-1832), es un personaje que mueve mil sentimientos en el lector. Pero la ópera de Donizetti es la que mejor guarda unos secretos que han convertido a esta mujer y sus problemas en un éxito de taquilla asegurado hoy, en pleno siglo XXI.

 

El origen del mito

En 1830 Donizetti era considerado una de las promesas de la composición en el ámbito teatral. El año anterior, el gran y prestigioso Gioacchino Rossini había decidido retirarse después de estrenar en Francia Guillaume Tell (1829), dejando a Donizetti y Bellini como aspirantes a la corona de rey del bel canto romántico. Pero mientras el primero escribía inmerso en una febril actividad, Bellini lo hacía muy lentamente, silenciando su producción en 1835, con su muerte prematura.

Casi sin proponérselo, en 1830, cinco años antes del estreno de Lucia di Lammermoor, Donizetti llegará a su consagración cuando desde Milán le encargan una ópera para el Teatro Carcano, gestionado por diletantes enfadados con La Scala, que contó ni más ni menos que con Giuditta Pasta y Giovanni Rubini en el reparto de Anna Bolena, título que significó un punto de inflexión en la carrera del compositor bergamasco; internamente, representa el culmen de un estilo que fue madurando en más de diez años de trabajo, con tendencias técnicas que se consolidan en esta obra maestra, eslabón fundamental del Romanticismo. Se trata de la primera obra del compositor que llegó a Londres y París.

Al catálogo del prolífico Donizetti se añadirían más tarde, entre otros, éxitos que perviven en el repertorio como L’elisir d’amore (1832), Lucrezia Borgia (1833) y Maria Stuarda (1834), hasta que en 1835 Donizetti se convertiría en el compositor más deseado del momento en toda Europa gracias a Lucia di Lammermoor. Con perspectiva histórica, se trata de una de las obras más manipuladas del repertorio, porque su éxito ha estado siempre al servicio de centenares de intérpretes que la han adaptado a sus características vocales como plataforma de lucimiento. El caso es que la partitura ha recorrido un camino triunfal desde su estreno en el Teatro San Carlo de Nápoles la noche del 26 de septiembre de 1835. Algunos de sus números se han convertido en parte fundamental de la historia de la lírica, como la escena de la locura de Lucia, con su famosísima y espectacular cadenza para la soprano; originalmente, fue escrita para ser acompañada por harmónica de cristal, instrumento en desuso que se está recuperando en diferentes propuestas contemporáneas y que restablece su sonido y afinación primigenios —la hoy tan popular, con flauta, se compuso en 1888 para la gran Nellie Melba—. También trasciende la propia obra el sexteto del segundo acto, un concertante que fascina por su perfección compositiva. La trama, la música y la protagonista de la ópera han hecho volar la imaginación de artistas de las más variadas expresiones, desde la literatura, con apariciones estelares en obras como Madame Bovary (1875) o Anna Karenina (1875-1977), hasta la música. Lucia se convirtió rápidamente en la ópera más querida del público europeo de su época, enarbolando a su autor al trono de la ópera italiana.

Donizetti llega a esta historia gracias a la veneración que se tenía en la época a cierta literatura inglesa de aires trágicos y medievalistas. El compositor encuentra un

personaje fascinante en la novela de Walter Scott The Bride of Lammermoor (1819), una mujer que cumplía con los requisitos del ideal de belleza y de feminidad del momento. En mayo de 1835 Donizetti ya trabajaba con la sinopsis argumental y pedía agilidad en la comisión encargada de aprobar el libreto, ya que Salvatore Cammarano (1801-1852), el poeta autor del texto, necesitaba la venia de los censores para concluirlo. Después de un par de meses de nervios y de solucionar múltiples problemas, el compositor dio por terminada la partitura el 6 de julio de 1835. Entonces tuvo que solucionar mil obstáculos en los ensayos; la falta de dinero obligó a aplazarlos, los cantantes estaban descontentos por no recibir sus sueldos y abandonaron el proyecto, el empresario renunció al nuevo título... Por estos y otros motivos, todo el periodo anterior al estreno acabó convirtiéndose en una auténtica pesadilla para el compositor. Finalmente, todo se fue solucionando y la protagonista de Lucia di Lammermoor pudo volverse loca en escena el 26 de septiembre, con Fanny Tacchinardi Persiani y Gilbert-Louis Duprez en los papeles protagonistas. La versión francesa llegaría en 1839, para convertirse en parte inherente de la cultura gala en el siglo XIX, por popularidad y espíritu romántico.

El éxito de la nueva ópera la impuso en los escenarios de todo el mundo y muchas sopranos quisieron hacer suyo un personaje que permitía un gran lucimiento. Por eso mismo la obra ha sufrido cortes, cambios y añadidos, pero la edición crítica de la partitura de la Fundación Donizetti intenta normalizarla. La obra sigue fascinando, quizá porque posee todos los elementos para conquistar al público: un libreto melodramático y turbador, y una música de melodías pegajosas debidamente ornamentadas, tal como pide el estilo. Es una apología estilística del bel canto, con un acompañamiento orquestal muy rico que conjuga línea melódica y dramatismo. Exige, además, un concentrado trabajo en equipo. Hay que contar con las voces adecuadas para poder afrontar la línea, las variaciones y las escalas ornamentales que pide, muchas aplicadas en grupo.

A nivel individual, precisa técnica y resistencia física, sobre todo de la protagonista. A pesar de la debilidad mental y de la fragilidad física que Lucia debe transmitir al público, sus intérpretes tienen que ser mujeres con fuerza y virtuosas de élite. Hay pasajes y frases muy complicados en que cada noche la cantante tiene que ir adecuando su vocalidad y midiendo su entrega para no colapsar, sobre todo en cuanto al canto legato —enlazando frases gracias al control del fiato—, a la aplicación de un pianísimo o de un acento dramático... Eso además de mantener una afinación que no da tregua, porque son los detalles los que acaban de conformar el estilo.

Interpretar este personaje es como ir esculpiendo en mármol de Carrara, el más duro, pero también el más precioso, ya que, si hay un repertorio en el que se puede hablar de pureza de emisión, de ornamento y de intencionalidad dramática, es este, precisamente, el bel canto romántico. Y Lucia di Lammermoor es su máxima expresión.