Aunque muchas de sus obras nos siguen hablando de un pasado remoto, autores como William Shakespeare o Christopher Marlowe nos siguen pareciendo absolutamente modernos, como dijo Baudelaire, no por sus referencias históricas, sino por la sensación de eternidad que transmiten las pasiones del alma que insuflaron a sus personajes, y que hoy aún nos siguen comunicando verdades profundas sobre el mundo y la condición humana. Esta es una lección –precisamente de eso trata esta ópera, de lecciones– que siempre se ha aplicado el dramaturgo Martin Crimp, alumno contemporáneo y aventajado de los maestros isabelinos, quien por tercera vez, tras las experiencias de Into the little hill (2006) y Written on Skin (2012), ha unido esfuerzos con George Benjamin para crear una historia que se perciba actual, y quizá también eterna, a partir de modelos del pasado. Y es que la historia de Eduardo II de la que parte la trama de Lessons in Love and Violence –sobre la dejación de responsabilidades de un gobernante entregado a su propio disfrute, insensible al sufrimiento de su pueblo– sigue siendo un modelo para estos tiempos de desafección hacia la política y de desequilibrios en la fortuna.
Como es lógico, Benjamin y Crimp, con la ayuda de la directora de escena Katie Mitchell –con quien empezaron a trabajar en Written on Skin–, no han querido situar su obra en un pasado reconocible, sino en un presente genérico: las dependencias del rey y de la reina Isabel, en las que discurre la historia, podrían ser las de un apartamento o un hotel; la alta posición económica de los protagonistas se indica a partir de la presencia de obras de arte –cuadros, bustos–, riquezas –la ropa de los personajes, joyas, la corona– e incluso una pecera, pero más que el decorado, lo que de verdad comunica esta ópera es la turbulencia emocional de unos personajes enloquecidos, corrompidos por el poder. El rey aspira a conservarlo para así abandonarse cómodamente al sexo con su amante, mientras que Isabel, la reina, y Mortimer, el ministro caído en desgracia, conspiran para derrocarlo. El objetivo que les une es poder coronar al hijo –Eduardo III en la historia real–, un joven asustado que, a fuerza de impactos violentos, incluido el asesinato de su propio padre, deberá aprender que el poder no se conquista ni conserva si antes no se abraza la violencia y se ahoga el deseo sexual.
En el primer contacto con la ópera, Lessons in Love and Violence resulta una pieza exigente: Benjamin es un compositor que ilustra la acción con fuego orquestal y evita recursos como la armonía amable o la repetición, así que al principio el espectador se mantiene a la deriva; Crimp tampoco lo pone fácil, es un escritor que no evita la densidad en los diálogos y la generosidad de ideas. Pero una vez aceptado el lenguaje contemporáneo, la navegación por la obra resulta fácil: al fin y al cabo nos habla de poder, de conspiraciones, de sexo, de un gobernante infame –busquemos todos los paralelismos que queramos con el presente y los hallaremos; eso es la modernidad– que engendra aún más violencia, bajeza moral y corrupción en un nuevo rey que, sospechamos, no será mejor que su precedente. Así, la dramaturgia de Katie Mitchell se sirve de recursos impactantes –muertes sangrientas, escenas de sexo, una disposición equilibrada entre los protagonistas y el coro de figurantes en el que se adivinan ecos de la tragedia griega– que, a partir de la exhibición de atrocidades, completa el triángulo de virtudes de esta ópera: música nueva, palabras eternas y una puesta en escena visceral. Todo en noventa minutos de puro talento.