Los héroes no siempre han de ser supermujeres o superhombres de cuerpos musculosos, delineados y de medidas anatómicas que rocen el ideal de belleza del canon occidental. Una prueba tangible es este jorobado deforme que tantos suspiros provoca en el patio de butacas de cualquier teatro de ópera del mundo. Ayudado por la suntuosa partitura de Giuseppe Verdi (1813-1901), su ópera Rigoletto (1851) convierte al bufón que da nombre a la obra en un protagonista raro, deforme, un tullido que guarda muchos secretos y que en la obra mueve tanto a la repulsión por su maldad evidente como a la piedad por los sentimientos que llega a exponer. ¿Víctima o verdugo? ¿Víctima y verdugo? Estamos, sin duda, ante un personaje fascinante que tiene dos caras bien definidas, ya que, si se muestra como el contrapunto del maquiavélico, promiscuo, degenerado y abusador Duque de Mantua, también acaba convirtiéndose en quien encarga el asesinato de su ilustre patrón. Sí, porque Rigoletto, el bufón de la corte del Duque, muestra sin tapujos su doble moral, imponiendo, por una parte, el perfil de un padre preocupado que esconde a su tesoro más preciado, su hija Gilda —la máxima expresión de la bondad—, para que no caiga en las garras del pecado, y, por otra, se muestra como un hombre humillado y vengativo, a quien no le tiembla la mano al pactar con un asesino a sueldo un crimen que al final se vuelve en su contra.
La deformidad de Rigoletto, con sus luces y sus sombras, tiene como antítesis la inocencia, la bondad y la creencia en el amor ciego y profundamente romántico —es decir, capaz de dar la vida por el ser querido, como finalmente lo hace— de Gilda. Padre e hija conforman un ángulo muy poco favorecedor del nudo argumental que mueve los hilos de esta obra revolucionaria en su tiempo, que debió luchar con la censura para poder subir a los escenarios. Con libreto de Francesco Maria Piave (1810-1876) y estrenada en el Teatro La Fenice de Venecia el 11 de marzo de 1851, se inspira —como muchas óperas— en una obra teatral muy del gusto de la época, en este caso francesa, específicamente en Le Roi s’amuse (El rey se divierte, 1832), de Victor Hugo (1802-1885). La obra fue todo un escándalo en su estreno parisino en la Comédie-Française el 5 de noviembre de 1832, llegando a ser censurada y eliminada de los escenarios durante medio siglo: como en Francia ya se había reinstaurado la monarquía y Le Roi s’amuse dibuja la corte decadente de Francisco I sin medias tintas —en la que el bufón Triboulet muestra su poderío arrancando carcajadas del sufrimiento ajeno—, es fácil entender que la renovada monarquía del país traspirenaico no quisiera en sus escenarios a nada ni a nadie que pudiera atentar contra la idea de un rey sabio, ecuánime y poderoso.
Por eso Rigoletto nace doblemente censurada, pero Verdi insiste en sacar adelante el proyecto ignorando los problemas vividos por Hugo. El compositor encontraba que el jorobado Triboulet, el decadente Francisco I y la pureza de Blanche (la Gilda original) conformaban un triángulo perfecto para desarrollar un libreto operístico atractivo y, por ende, una música que funcionara adecuadamente. Victor Hugo definía a su Triboulet como “una víctima”. Sí, lo veía como un hombre que se había hecho malvado por los golpes que le había dado la vida, como un trágico resultado más del despotismo. Dice Hugo que su bufón “odia al rey porque es rey, a los nobles porque son nobles y a los hombres porque no tienen una joroba en la espalda como él”.
El Triboulet de Hugo se aleja a pasos agigantados del héroe romántico al uso, ya que en la obra teatral —y ello se aprecia en el primer acto de la ópera de Verdi— el bufón aparece como un ser cruel que empuja al rey a disfrutar del libertinaje y a reírse de las víctimas de la lujuria real. Es el antihéroe por excelencia que primero se muestra como un monstruo, pero que más tarde aparece retratado como un padre coraje de nobles sentimientos, cargado de bondad. Esa dualidad queda patente cuando decide que, para vengar a su hija, como máxima muestra de amor paternal, va a matar al rey. Este antihéroe trágico, por otra parte, se muestra como un excelente ejemplo de una de las tipologías clásicas del melodrama romántico, reuniendo en un mismo personaje lo grotesco y lo sublime. Sin embargo, y a pesar de la fascinación que despierta la trama, la obra de Hugo se convertiría en una pieza maldita.
Hugo sudó sangre por su jorobado, y perdió la partida. A pesar de que con la Revolución francesa se había abolido todo tipo de censura en el país, la justicia parisina no soportó el escándalo que supuso el estreno de Le Roi s’amuse. Al día siguiente la obra fue retirada y el autor comenzó una ardua lucha en los tribunales demandando a la Comédie-Française. Su alegato, aunque legendario, de poco le serviría: “Hoy un censor me quita mi libertad de poeta, mañana un gendarme me quitará mi libertad de ciudadano; hoy me destierran del teatro, mañana me desterrarán del país; hoy me amordazan, mañana me deportarán”. La obra, maldita, quedó en el olvido, y fue gracias a Verdi que la historia, ambientada en otra corte y con unos personajes diferentes, ha podido llegar hasta la actualidad, y con una salud espléndida.
La censura impuesta por la ocupación austríaca rechazó que la obra de Hugo pudiera ser puesta en música por el genio verdiano, pero después de múltiples cambios y retoques cedió a la propuesta trasladándose la acción al entonces ya inexistente ducado de Mantua. Verdi estaba entusiasmado con la trama, según escribió a su libretista meses antes del estreno: “El tema es esplendoroso, inmenso, y hay un personaje que constituye una de las mayores creaciones que el teatro pueda desear, en cualquier país y en toda la historia. El tema es Le Roi s’amuse, y el personaje del que hablo es Triboulet, que, si a Varesi [el gran barítono italiano que estrenó el rol de Rigoletto] le parece bien, no podría existir otro mejor ni para él ni para nosotros”. Unos días más tarde insistía: “Te aseguro que Le Roi s’amuse es el más asombroso de los argumentos y quizá la más extraordinaria de las obras de teatro modernas. ¡Triboulet es una creación digna de Shakespeare! [...] Pon Venecia patas arriba para conseguir que los censores acepten este tema”.
Una vez aceptada la trama, el título de la ópera también se convirtió en polémica. Según afirma Verdi en otra carta a Piave: “Si no podemos mantener Le Roi s’amuse, que sería ideal, se llamará La maledizione di Vallier o —si hay que acortarlo— La maledizione. Todo el argumento gira en torno a esta maldición, que también hace las veces de moraleja. Un padre desdichado que llora por el honor de su hija, que le ha sido arrebatado; un bufón de la corte se mofa de él, y el padre lo maldice; la maldición hará una terrible mella en el bufón. Esto me parece moral y grandioso, extraordinariamente grandioso”. Es así como tanto Piave como Verdi hacen girar la trama en torno a la imprecación que un burlado conde Monterone, cuya hija ha sido seducida por el Duque de Mantua, le profiere al bufón que acaba de reírse de su desgracia.
La ópera, a dos meses del estreno, todavía arrastraba problemas tanto de censura por parte de la policía política como en su desarrollo. En ese punto el título era Il duca di Vendôme, y no fue hasta entonces que, en una carta, Verdi se refiere al protagonista como Rigoletto, nombre extraído de Rigoletti, ou le dernier des fous, una parodia teatral de una obra de Hugo. A finales de enero de 1851, y solo seis semanas antes de que se levantara el telón de La Fenice con la nueva ópera de Verdi que inauguraba la temporada, la censura por fin aceptaba el libreto propuesto por Piave, con todos los cambios incluidos respecto del original. El libretista se lo comunicaba feliz a Verdi: “Por fin hoy he conseguido la firma del director general de orden público para Rigoletto. Sin ningún cambio en el texto, solo he tenido que sustituir el nombre de Castiglione por Monterone y el de Cepriano por Ceprano, ya que estas familias existen. También hemos tenido que omitir el nombre de Gonzaga y limitarnos a decir en el reparto de los personajes: el Duque de Mantua. Esto tiene muy poca importancia para nosotros, pues todo el mundo sabe quién gobernaba en esa época”.
A pesar de algunas críticas terribles —sobre todo de autores anónimos que defendían el decoro y el buen nombre de los Gonzaga, que vivían en Venecia—, la ópera fue un éxito absoluto y rápidamente se ganó el aprecio del público. Junto a Il trovatore (1853) y La traviata (1853), pasaría a conformar la así llamada trilogia popolare de Verdi. El propio compositor reconocía su acierto al insistir en la fe que tenía en la historia y ante la modernidad de los personajes, aun sabiendo que todo lo que se explicaba rayaba la inmoralidad. Años más tarde, en una carta a Piave, Verdi acierta en su vaticinio: “Rigoletto será más longeva que Ernani. Sé perfectamente que los entendidos, los doctores de la música que hace diez años dijeron auténticas barbaridades de Ernani, ahora dicen que es mucho mejor solo porque es ocho años más antigua que su obra hermana. Pero Rigoletto es una ópera más revolucionaria y, por eso mismo, más innovadora, tanto en la forma como en el estilo”.
Convertida en un clásico popular, Rigoletto se consagra en el repertorio y es así como no pasan muchos años para que se reponga en medio mundo, convirtiéndose por otra parte en un éxito de taquilla. La deformidad física del antihéroe es ahora una anécdota, porque el público del siglo xxi conoce de cerca a atractivos personajes que, tras una personalidad arrolladora y cargada de bondad, ocultan a un asesino despiadado, como sucede, por ejemplo, con los jefes de la familia Corleone —los Mortillaro en la novela original de Mario Puzo— que dan vida a la saga cinematográfica de El padrino (1972, 1974 y 1990), de Francis Ford Coppola, o al entrañable Tony Soprano, protagonista de la magistral serie de televisión Los Soprano (1999-2007). Pero siempre junto a este tipo de figuras dramáticas aparece la pureza de espíritu de una hija venerada, de una hija que hay que vengar o que hay que rescatar del pecado. Esa figura es la que convierte al malvado-víctima-de-sus-circunstancias en un padre coraje bondadoso —de ahí la admiración del público—, un ser que puede resultar incluso patético, pero que lo da todo por ese ángel a quien sabe que debe proteger.
Verdi —y su modernidad como autor teatral— así lo intuyó al enamorarse de la obra de Victor Hugo, en la que la equilibrada dualidad deformidad/bondad constituye el motor de una propuesta teatral explosiva, cuyo estruendo, violencia y combustión siguen fascinando 170 años después de su estreno absoluto.