Estrenada en 1847 y revisada en 1865, Macbeth es una de las óperas que desarrollan la madurez de Verdi, combinando bel canto clásico con un nuevo impulso dramático.
Verdi estrenó su versión de Macbeth en Florencia en el año 1847, con tanto éxito que, cuentan las crónicas de entonces, tuvo que saludar al público hasta en treinta ocasiones. Por entonces, Verdi era un compositor joven que estaba construyendo su prestigio en el circuito de la ópera italiana, pero aún no era el gigante que se iba a consolidar, muy pocos años después, gracias a Rigoletto. Aun así, que fuera joven no significaba que fuera prudente: plantear una versión de Shakespeare era un empeño audaz, porque aunque no existían apenas óperas basadas en sus obras, el prestigio del dramaturgo inglés era indiscutible en toda Europa. Verdi sentía absoluta pasión por Shakespeare y Macbeth fue un proyecto por el que luchó con éxito, a diferencia de otros intentos que haría más tarde por volver a llevar a su querido autor a los teatros de ópera: tras el estreno de Macbeth lo intentó con El rey Lear, proyecto del que existe un libreto, pero del cual Verdi no llegó a componer la música. Esta historia de amor con Shakespeare, como bien se sabe, culminó al final de su carrera, cuando Verdi compuso Otello y Falstaff. Macbeth, por tanto, tiene un gran peso simbólico en la biografía del músico: fue su primer encuentro con quien consideraba que era la cima universal del teatro.
En 1865, Verdi estrenó Macbeth en París y revisó la partitura, que es la que actualmente se suele representar en el circuito operístico, y que incluye un ballet en el primer acto –las coreografías de esta producción las firma Antonio Ruz–. Las críticas, entonces, no fueron tan positivas, e incluso hubo comentarios que sugerían que Verdi no conocía bien la obra de Shakespeare. Esto indignó al compositor, que en un carta privada llegó a manifestar su malestar por esta sospecha. Y realmente tenía motivos para molestarse, pues su Macbeth, en el libreto de Francesco Maria Piave –que más tarde sería el libretista de La traviata–, es profundamente respetuoso con el original. Para el gusto de la primera mitad del siglo XIX, Macbeth tenía todos los ingredientes de un gran drama, como la ambición, la venganza y la imposibilidad de burlar el destino. Es cierto que a Macbeth le falta una historia romántica –tradicionalmente se le ha conocido como “la ópera sin amor”, pues no hay afecto entre Macbeth y Lady Macbeth, sólo una unión sangrienta a partir del afán de poder–, pero eso no impide que haya arias de gran fuerza y un dueto del más alto nivel. Cuando Verdi compuso su ópera no sólo estaba motivado, sino en estado de gracia creativa.
El argumento sigue fielmente el del drama de Shakespeare: Macbeth, general del ejército del rey Duncan de Escocia, tiene un encuentro con unas brujas que le profetizan que será rey. Junto a él va Banco, al que le auguran que será futuro padre de reyes. Macbeth empieza a pensar en la profecía y su esposa, Lady Macbeth, le sugiere que asesine a Duncan para tomar el poder. Así lo hace, pero un crimen tan terrible tiene consecuencias: desde ese momento, Macbeth vive inquieto y se siente amenazado. También planifica el asesinato de Banco, al que considera su rival y que intuye la verdad de la muerte de Duncan. Más tarde, en un banquete, se le aparecerá el fantasma de su amigo. Aterrorizado por estas señales, Macbeth vuelve a buscar a las brujas y les pide más profecías. Le dicen que dejará de ser rey cuando el bosque de Birnam se dirija a él y que nadie nacido de mujer podrá matarlo. Pero la profecía se cumple: una resistencia formada por Macduff y Malcolm, el hijo del rey Duncan, asalta el castillo de Macbeth. Macduff, que nació tras la muerte de su madre en el parto, se tomará su venganza.
El Macbeth de Verdi, pues, reúne lo mejor de dos mundos: un drama universal y una música de potencia incontestable. Desde su recuperación para los teatros de ópera en la década de los 50 del siglo pasado, este título ya figura en el centro del canon verdiano y su atracción no deja de crecer.