Estrenada en 1904, 'Madama Butterfly' es, junto con sus tres éxitos anteriores –'Manon Lescault', 'La bohème' y 'Tosca'–, la ópera que completa la columna central de la obra de Giacomo Puccini. Ambientada en Japón a finales del siglo XIX, esta tragedia propone el contraste entre una música de extrema delicadeza, con instantes melódicos inolvidables, y un desarrollo dramático que culmina en un final conmovedor que siempre deja al público con un nudo en la garganta.
El libreto de Madama Butterfly incluye un subtítulo a menudo olvidado hoy en día, pero clave para entender la profundidad que Puccini y sus libretistas, Luigi Illica y Giuseppe Giacosa, quisieron infundir en una de sus óperas más queridas. La definieron como una “tragedia japonesa”, una distinción muy significativa a principios del siglo XX, ya que gran parte de la Europa culta y refinada llevaba tiempo dejándose seducir por el encanto de la lejana cultura japonesa. Hoy en día, Japón nos parece un país más cercano y conocido en términos generales, pero a finales del siglo XIX era un verdadero misterio. Los países occidentales y Japón apenas habían intercambiado comercio, arte o ciencia hasta entonces: los nipones habían vivido casi 300 años de espaldas al resto del mundo, y el país tuvo que esperar hasta la década de 1870 para reabrirse con la restauración Meiji, que desmanteló el sistema feudal y otorgó nuevos poderes al emperador. De esta manera, Europa comenzó a llenarse de lo que se llamaron “japonerías”, como el arte de las estampas ukiyo-e o la vestimenta tradicional japonesa. En la ópera, esta moda por el “orientalismo” dio lugar a escenarios exóticos o lejanos en obras como Carmen, Thaïs, Aida o Les pêcheurs de perles. Butterfly se inscribe plenamente en esta tradición, a la que más tarde también se sumaría la última obra de Puccini, Turandot.
Por supuesto, lo primero que conmovió a Puccini fue la historia de Cio-Cio San, la protagonista del drama, que también era un producto de la proliferación de historias ambientadas en Japón a finales del siglo XIX: sus fuentes son fácilmente rastreables en la novela Madama Crisantemo de Pierre Lotti, más tarde en el cuento Madame Butterfly de John Luther Long, y finalmente en la obra de teatro de David Belasco, que sirvió de base para el libreto de la ópera.
«Uno de los aciertos de 'Madama Butterfly' es que busca incorporar la singularidad nacional de Japón en un alma universal»
Puccini, fiel a su método de trabajo meticuloso, quiso que su tragedia japonesa recogiera el ambiente y la cultura que empezaban a llegar a Europa, y que se caracterizaban por una estética vaporosa, marcada por la presencia de la naturaleza y rituales milenarios, y que muchas veces se ha descrito como el ‘mundo flotante’. Uno de los aciertos de Madama Butterfly es que, lejos de quedarse en lo exótico –una opción que suele llevar a crear obras superficiales, paródicas o marcadas por una superioridad cultural típica de la era colonial–, busca incorporar la singularidad nacional de Japón en un alma universal. Por ejemplo, Puccini encargó libros de música japonesa para estudiar sus melodías –muchas de ellas se incorporaron a la partitura, como el actual himno del país, Kimiyago–, y aunque ni él ni sus libretistas conocían bien el país, sí hicieron un esfuerzo por no banalizarlo.
Esta idea profunda es la que recorre la aclamada producción de Moshe Leiser y Patrice Caurier, financiada originalmente por la Royal Opera House de Londres y el Gran Teatre del Liceu en 2003, y que se ha convertido en una de las escenificaciones modernas más solicitadas para una de las óperas más representadas de todo el repertorio histórico –en Barcelona esta será la tercera reposición; en Londres ya lleva diez–. El dúo franco-belga propone una ambientación totalmente historicista, que transporta la historia al momento justo en el que sucede, a finales del siglo XIX, y que al espectador le permite ‘descubrir’ Japón con la misma mirada inocente con la que muchos occidentales podían observar la bahía de Nagasaki nada más bajar de sus barcos a partir de 1870.
«La producción de Leiser y Caurier combina estética japonesa tradicional con un cuidado realismo en la representación de los valores éticos del Japón medieval»
Toda la acción de Madama Butterfly discurre en la casa que el teniente B. F. Pinkerton ha comprado para vivir con su futura esposa, Cio-Cio San, y la escenografía de Christian Fenouillat es fiel a la organización y estética de ese tipo de construcciones, con tejado inclinado, suelo de tatami y la división de espacios a partir de puertas correderas. El fondo cambiante de la escena refleja, a partir de la réplica de obras de arte japonesas del periodo Meiji, la presencia de la naturaleza y el paso de las estaciones. Por supuesto, el vestuario diseñado por Agostino Cavalca, tanto el japonés como el occidental, es fiel al tiempo de la acción: quien sienta fascinación por la elegancia de un kimono sin duda va a tener un inevitable síndrome de Stendhal con todo lo que aparezca en el escenario.
De todos modos, Madama Butterfly no sólo es un buen ejemplo del “japonismo” de hace más de un siglo en lo estético, sino también en lo ético. Si este drama funciona es porque el carácter de la joven protagonista –que, ante la humillación encuentra la salida en la muerte– es también profundamente japonés: asume la responsabilidad por sus errores y toma su decisión final con un sentido del honor que culmina en un suicidio ritual con la técnica –cruel, pero purificadora– del seppukku.
«Será la cuarta vez que esta producción suba al escenario del Liceu, aclamada desde su estreno en 2003 como una de las más exquisitas y fieles al espíritu de Puccini»
Ese fuerte contraste entre la belleza estética del escenario y la escalofriante demolición de los sentimientos puros de Butterfly son los que hacen de esta producción una de las más equilibradas y fieles que se hayan creado en las últimas décadas, y que sigue sacando lo mejor de la música y las palabras de la ópera que Puccini consideraba la mejor de todas las que compuso.