
'La sonnambula', la séptima ópera de Bellini, es una cima del bel canto italiano. Estrenada en 1831, consagró al compositor y elevó la exigencia vocal, especialmente para la protagonista. La producción de Bárbara Lluch, con una atmósfera gótica y un mensaje feminista, llega al Liceo con la gran soprano Nadine Sierra.
La sonnambula no es lo que parece. Un primer contacto con su música y su argumento nos dice que es una ópera construida a partir de melodías de una belleza cautivadora y arreglos radiantes, y que termina felizmente cuando, después de resolverse un malentendido, la protagonista puede casarse con el hombre que ama. Pero bajo la superficie de esta impresión inicial, que nos dice que la ópera es una comedia inofensiva, hay varios aspectos que podrían considerarse inquietantes. Uno es habitual en el período romántico: Amina, que es sonámbula y camina de forma inconsciente por la noche, tiene aterrorizado al pueblo donde vive, ya que los vecinos creen que es un fantasma. Este detalle es típico de la literatura gótica, muy popular en esa época, y aporta a la historia un pequeño matiz sobrenatural. Pero el otro detalle, más que romántico, se puede decir que es atemporal: Amina, que aparece en sueños en la habitación del conde Rodolfo y a quien intenta besar, es acusada, sin derecho de defensa, de ser conscientemente infiel a su prometido, Elvino. Es decir, se ejerce sobre ella una violencia moral que deja a la joven desamparada, víctima de una sociedad —patriarcal e irracional a partes iguales— que la condena sin derecho a defenderse.
«A partir de su experiencia personal, Bárbara Lluch simpatiza con la protagonista de la ópera y reflexiona sobre la violencia que ejerce la sociedad sobre las personas débiles.»
En su producción, que ha sido coproducida por el Teatro Real de Madrid, el New National Theatre de Tokio, el Gran Teatre del Liceu y el Teatro Massimo de Palermo, Bárbara Lluch da un valor esencial a estos dos aspectos subyacentes. Por un lado, la directora de escena barcelonesa envuelve la historia de La sonnambula con una capa de misterio, nocturnidad y presencia sobrenatural. Aunque gran parte de la acción de la ópera se desarrolla de día, Lluch elige siempre los momentos en los que la luz deja pasar la oscuridad, para buscar —con una iluminación rica en texturas rojas y puntos de sombra, como un claroscuro renacentista, diseñada por Urs Schönebaum— esa sensación escalofriante que siempre va unida a la noche en la literatura de terror. Además, la protagonista siempre aparece rodeada de personajes siniestros —mitad hombre, mitad bestia, como los faunos y otros seres mitológicos— que representan sus demonios internos, porque, como no es consciente de su sonambulismo, vive sin tener nunca la lucidez de quien es capaz de distinguir la vigilia del sueño.

Los demonios internos de Amina son representados en escena por los bailarines de la compañía Metamorphosis Dance, a partir de una coreografía diseñada por Iratxe Ansa e Igor Bacovich, que, además de proporcionar dinamismo y tensión a la representación escénica —rebajando el tono de comedia para llevar el desarrollo a la frontera del thriller psicológico, como si fuera una película de Brian De Palma—, también implica un diálogo con la misma historia de la ópera. Cuando Bellini decidió crear la pieza, se inspiró en una comedia de Eugène Scribe que había sido transformada en ballet cómico en 1828, La somnanbule ou l’arrivée d’un nouveau seigneur. No hay constancia de que las primeras representaciones de la ópera incluyeran un ballet —una convención en Francia, pero no en Milán—, pero en su producción, Lluch recupera este vínculo entre la primera versión de la historia, actualmente ya olvidada, y su transformación en la ópera de Bellini a partir de la reescritura que hizo el libretista Felice Romani, quien puso mucho énfasis en el aspecto sobrenatural del fantasma y en el linchamiento del pueblo contra la indefensa Amina.
«La producción presenta una estética inspirada en la imaginería gótica, con ambientes nocturnos propios de una pesadilla y una iluminación que refuerza la estética del claroscuro.»
Es este segundo aspecto —la tensión entre el prejuicio y la verdad, entre actuar por impulso o de manera racional— el que enfatiza Lluch en esta producción. En esta versión de La sonnambula, Amina es una clara víctima de una sociedad irreflexiva que la condena unilateralmente sin derecho a réplica: primero, porque es una mujer —en ningún caso se acusa al conde Rodolfo de actuar de forma indecente, la culpable siempre es Amina, acusada de infidelidad— y, en segundo lugar, porque es más cómodo unirse al juicio emitido por la masa que emplear el método racional para comprender los problemas, una forma de actuar que todavía ocurre, donde no parece existir la presunción de inocencia y se cede sin resistencia al empuje vengativo de la turba en las redes sociales.

Según Bárbara Lluch, Amina es una víctima indefensa, y su primer impulso cuando comenzó a preparar su versión de la ópera fue apoyarla. Tal como ha explicado en diversas entrevistas después de que la producción pasara por Madrid y Tokio, fue a partir de su experiencia personal que guió el trabajo hacia este terreno. En el pasado, explicaba Lluch, ella también sufrió las consecuencias de una relación tóxica en la que, por inmadurez y miedo al juicio de la sociedad, se infligió un duro e innecesario castigo que le provocó trastornos físicos y adicciones que, afortunadamente, ya ha dejado atrás —gracias, entre otros aspectos, al poder curativo de la ópera como profesión—. Así que, su versión de La sonnambula se despliega como una pesadilla de apariencia gótica en la que lo realmente terrorífico no es el fantasma, sino el monstruo en que se transforma la sociedad cuando juzga sin pruebas, sin sopesar las consecuencias nocivas de actuar con prejuicios e irreflexión contra una persona indefensa.