'La forza del destino' es una de las llamadas ‘óperas españolas’ de Verdi: localizada en las afueras de Sevilla y en Italia, e inspirada en el drama romántico 'Don Álvaro, o la fuerza del sino', del Duque de Rivas, es una obra dominada por las pasiones más violentas y envuelta en una sensación de fatalidad que culmina en un final angustioso. La propuesta de Jean-Claude Auvray apuesta por la claridad narrativa. El resultado final es una verdadera apoteosis verdiana.
La forza del destino se ha ganado con el paso del tiempo –quizá de manera inmerecida– la fama de ser una ópera difícil de seguir a causa de su argumento enrevesado y poco realista. Por supuesto, el origen de esta sensación hay que buscarlo en el drama del Duque de Rivas, que se caracterizaba, fiel al espíritu del romanticismo al que pertenece, por tener una trama impetuosa y rica en giros tan oportunos como increíbles. A Verdi le entusiasmó la historia porque era abundante en pasiones y decisiones drásticas, siempre con la sombra del destino –ese hilo invisible imposible de cortar– como causa última de todos los acontecimientos, lo que contribuiría –y tenía razón– a formar el esqueleto, los músculos y la piel de una ópera irresistible. En realidad, el argumento de La forza no es complicado –o, al menos, no más que el de otra de las grandes piezas de Verdi, Il trovatore, también ambientada en España–, aunque sí caprichoso y efectista, y como todo en la vida, basta con prestar un mínimo de atención para entrar en su mundo irracional y disfrutar del viaje hasta la sangrienta escena final.
En cualquier caso, y para evitar que los espectadores se perdieran por el camino, el director de escena francés Jean-Claude Auvray articuló su producción de La forza del destino a partir de las ideas de claridad y sencillez. Estrenada en 2011 en la Opéra de París, que participó en la coproducción con el Liceu –en Barcelona se programó en la temporada 2012-2013–, esta propuesta se ha convertido en una de las más reclamadas internacionalmente para revivir el melodrama de Verdi, precisamente porque ensalza todas sus virtudes teatrales a la vez que potencia la espectacular dimensión musical de la obra.
«Sabedor de que el argumento de La forza puede resultar complicado de seguir, Auvray apuesta por la claridad narrativa para que historia se desarrolle con fluidez»
De hecho, Verdi defendió La forza del destino como una de las mejores óperas que había compuesto –y por entonces ya llevaba más de veinte– porque en ella se integraban de manera total el drama y el canto, la palabra y el sonido. Así, consciente de la densidad de la obra, Auvray encuentra la manera de conseguir que se produzca esa hibridación tan deseada por el compositor.
El montaje es fiel en gran medida a la fuente original, aunque con un ligero desplazamiento en el tiempo: la historia de La forza del destino discurre a mediados del siglo XVIII, y la propuesta de Auvray se sitúa un siglo más tarde en el contexto de las guerras de unificación de Italia. Es un salto tan corto que la diferencia apenas se nota: el vestuario de Maria Chiara Donato podría servir tanto para una época como para la otra, y la escenografía de Alain Chambon intenta, sobre todo, ser fiel a la atmósfera –y no tanto a la estética– de un tiempo turbio, violento, marcado por la presencia constante de la muerte y de la guerra.
«El director de escena utiliza varios elementos simbólicos –telas, luz envolvente y una decoración austera– para transmitir la sensación de un destino asfixiante e inevitable»
El concepto general de Auvray, de hecho, es más poético que figurativo. Hay detalles concretos presentados con precisión –la nobleza antigua de los retratos, la mesa y las sillas de la casa de los Vargas, la rusticidad de los vasos en la posada de Hornachuelos o el acabado tosco de los bastones que portan los peregrinos que aparecen en las escenas corales, por ejemplo–, pero lo que articula la producción son los ambientes y los espacios, generalmente asfixiantes y cargados de simbolismo. Auvray es consciente de que el argumento de la ópera exige presentar atención, y por tanto no busca complicar las cosas más de lo necesario.
A lo largo de la producción hay varios aspectos recurrentes y centrales que le dan unidad y fuerza a la propuesta. El primero es la presencia simbólica del destino: ninguno de los personajes podrá escapar a su final –ya sea la muerte o la condena en vida–, y el elemento que representa esa circunstancia es la aparición constante de telas que ordenan físicamente el espacio y sirven de recurso dramático directo –el Marqués de Calatrava es envuelto en una sábana y retirado del escenario al final del primer acto– o de metáfora para indicar un cambio en la vida o la llegada al capítulo final: en el cuarto, por ejemplo, una tela en el terreno de la cueva donde vive retirada Leonora representa el sudario en el que morirán ella y su hermano. Esa intención metafórica también funciona con otros recursos que aparecen constantemente en escena, como el Jesucristo en la cruz que preside el final del segundo y el cuarto acto: elevado en el cielo cuando Leonora encuentra una salida a su problema ingresando en una ermita, y derribado en el suelo cuando le alcanza la muerte.
Otra característica importante de la ópera es la presencia constante de la noche. No todas las escenas son nocturnas –el final del tercer acto está envuelto en la luz del amanecer en el campo de batalla–, pero el tono general de la producción es sombrío gracias al trabajo de iluminación de Laurent Castaing, que incide en la lectura poética y simbólica buscada por Auvray.
«Fiel al deseo de Verdi de que drama y música estuvieran completamente integrados, Auvray deja espacio suficiente a los cantantes para que sus voces puedan brillar»
La luz, de hecho, permite vaciar el escenario de decorados farragosos y envolver la obra en un halo que incrementa la sensación de misterio y tensión, facilitando de paso algo que es importante en esta ópera tan exigente para los cantantes: darles espacio para que puedan dar lo mejor de sí mismos, sin distracciones innecesarias. Si esta propuesta se ha convertido en la opción internacional ‘por defecto’ para La forza en la última década es porque satisface plenamente el ideal que Verdi tenía en la cabeza: teatro al servicio de una música arrebatada, y la música al servicio, a su vez, de las pasiones volcánicas de la historia.